5/5/09

Poesía y sufismo: cuestión de sincronicidad


Hay hechos que no se explican por una relación de causa-efecto, sino que tienen lugar tras una cierta coincidencia temporal, una especie de simultaneidad. Es lo que Carl Gustav Jung trató de explicar con el término de “sincronicidad”, entendida como “la coincidencia cronológica de dos o más acontecimientos que no están relacionados entre sí por un nexo causal y cuyos contenidos, por lo que respecta a significados, son iguales o similares” .

A este respecto, voy a relatar un ejemplo que me incumbe, un reconocimiento de “coincidencias significativas”, un hecho que se manifestó más allá que yo tuviera conciencia de ello, donde salta la causalidad, la temporalidad y la espacialidad, donde —en definitiva— la sincronicidad (que supone un orden, otro tipo de orden, por supuesto) organiza las impresiones de la vida en un campo de simultaneidades.

Ocurrió el verano de 1993, en medio de mi proceso de conversión al Islam, que tuvo lugar en Granada al mediodía del domingo 8 de agosto de ese año en el antiguo ribat que tenía la Comunidad Islámica de España en el Albaycín, de la mano de Shayj Abdalqadir as-Sufi (entonces, al-Murabit), tras una breve velada de “dikr” (recuerdo de Allah). Tras el discurso, este maestro sufi me tomó la mano derecha y tras yo repetir la “shahada” (primer pilar del Islam, testimonio de que “No hay más dios que Allah, y de que Muhammad es su Enviado” – Ash-hadu an la ilaha illa Allah, wa ash-hadu anna Muhammadan rasulullah), me dio el nombre de Yasin. Mi pensamiento entonces giraba alrededor de una sola idea, de que Islam es la forma de vida realmente natural que corresponde al ser humano; y mi corazón latía en comunión con la naturaleza, con el universo entero, con Dios.

(Shayj Abdalqadir as-Sufi)

Pues bien, el lunes 9 de agosto, ya en Sevilla, al ir a Correos a recoger mi correspondencia del apartado postal que entonces tenía, había un paquete de Luis Alberto Vittor, un escritor argentino e investigador universitario especializado en simbolismo y religiones comparadas, a quien le había escrito unos meses antes pidiéndole su libro “Simbolismo e iniciación en la poesía de Alberto Girri” (Editorial Fraterna, Buenos Aires, 1990). Con mi petición, le envié mis libros de poemas publicados hasta entonces, entre ellos “Estancia de los detenimientos” (Editorial Playor, Madrid, 1990).

Tras abrir el paquete descubrí que se trataba de su libro sobre el poeta Alberto Girri, al que acompañaba una carta fechada el 4 de julio, y en la que tras excusarse por el retraso en escribirme, me decía —para mi sorpresa— que era director y coordinador científico de un Instituto de Estudios Superiores Islámicos, de reciente creación, y que se proponía “dar a conocer, en ediciones críticas anotadas, importantes fuentes de la espiritualidad profunda del Islam, vulgarizada y difundida bajo el nombre convencional de sufismo”. Estas palabras dispusieron mi ánimo favorablemente para leer lo que a continuación venía, y que transcribo:

“En relación con sus libros, me place comunicarle que los he leído con mucha atención y parejo interés en aquellos momentos que pude substraerme de mis obligaciones habituales. Su bello poemario “Estancia de los detenimientos”, en particular, me llenó de impresiones diversas y, en algunos de sus poemas, hasta me pareció encontrar ciertas expresiones simbólicas que pueden lisonjearse de estar en conformidad con el lenguaje técnico de los gnósticos islámicos o sufíes, más allá de la fuga alusión al espiritual persa Saadi de Shiraz, cuyo “Gulistán” —dicho sea de pasada —estoy preparando con una traducción más ajustada que incluye, aparte de notas aclaratorias, una concordancia y un vocabulario. Por supuesto, volviendo a su poemario, que tal evocación no es casual ni gratuita dado que, desde su propio título, es posible hallar una inequívoca señal de su contenido, ya que creo advertir en su formulación una referencia al término técnico “maqam” que en árabe sirve para designar propiamente el “grado” o “rango” alcanzado por el sufi en el orden de sus “detenimientos” espirituales y que, por lo general, suele traducirse en el sentido de “estancia” o “morada”. El Viaje por la Senda Espiritual está lleno de “detenimientos” o “degustaciones”, los que, según sea el grado de aproximación a la divinidad, pueden resultar permanentes o transitorios; los primeros son técnicamente denominados “maqamat” (sing. “maqam”) o “Estaciones”, mientras que los segundos reciben la denominación de “ahual” (sing. “Hal”) o técnicamente “Estados”. La “Estancia” espiritual o “maqam”, según se dice entre la Gente de la Purificación, es un “detenimiento” en la Senda Espiritual que denota la “posición” del Viandante o Peregrino en el cumplimiento de alguna etapa de su aventura o itinerario interior. Sin duda este tema puede llevarnos demasiado lejos en consideraciones que usted no me ha solicitado y que, por tanto, no voy a imponérselas. Baste señalar, por ejemplo, que cuando dice “se cifra la noche en la aritmética del fuego / mientras el mar derrama soles: / figuración y fuga / de una incisiva vegetación de alas”, el acierto poético no está, a mi juicio, en la sabia disposición de las palabras, sino en su simbólica correspondencia, en haber sabido transferir a la imagen del mar la idea de una efusión luminosa o ígnea, en tanto que fuente de luz que “derrama soles”, conservando así una simbólica o eidética verbal que, en el lenguaje técnico de la espiritualidad sufi, representa a la Esencia Divina, concebida bajo el aspecto epifánico de un “Mar de luz cargado de soles”. Si el “Mar de luz” es la Esencia Divina, entonces los “Soles Derramados” son las Emisiones Divinas del Logos Solar o Avatara — Eterno manifestándose, metafísica y físicamente, muy distinguidamente, en la Personalidad y la Individualidad de cada uno de los Profetas o Mensajeros de Dios. Ellos son, en efecto, los llamados “Soles Inteligibles”, como puede verificarse, entre otros casos idénticos, en Jesús y en Muhammad (el erróneamente llamado Mahoma). En un “Uird” o “Wird” transmitido por el espiritual Muhammad Ibn Al-Habib, se dice (translitero el árabe): “Muhammadin au-ualil anuaril faidati min buhuri” (Muhammad —es— la Primera de las Luces Derramadas – del Mar de las Sublimidad de la Esencia); el Sheij Al-´Alawi, por otra parte, expresa en uno de sus poemas “Ua jud: bahra-l-anuar ua-l-asrar / uafni hadhi-d diia:r iablug qlbuk munah” (¡Encara el Mar de las Luces, del Significado y del Secreto! ¡Anonádate para estas Estancias: tu coraón alcanzará su anhelo!). Como ve, estos dos magníficos ejemplos, entresacados de otros miles, son suficientes para justificar cuanto le he dicho. No quiero significar con ello que la asimilación de este lenguaje y su peculiar simbolismo haya sido operado por usted, a partir de estados espirituales o de conocimiento similares a los de estos espirituales sufíes; algo que ni usted ni yo estamos en condiciones de asegurarlo, solo Dios. Él Sabe Más. Pero, en cambio, es evidente que su imaginación creadora ha podido captar el mismo tipo de Realidad Trascendente desde una parecida disposición intelectual o espiritual. En fin, comoquiera que fuere, no es lugar aquí para dilucidad este enigma. Dejaremos esta cuestión pendiente para más adelante.
(…) Por mi parte, tengo pensado iniciar un pequeño estudio sobre el simbolismo de su “Estancia de los Detenimientos”, mostrando su afinidad de expresión con el lenguaje técnico de la espiritualidad sufi. Sin embargo, ¿reconoce a este lenguaje como una influencia legítima en su poesía? ¿Es un tópico casual o viene insistiendo con él también en sus libros anteriores? ¿Podría enviarme sus otros poemarios? Téngame al tanto de su obra.”

Mi asombro fue total al terminar de leer la carta, porque Luis Alberto Vittor no sabía nada de mi interés por el Islam, mucho menos de mi conversión. Aunque entendía el lenguaje empleado por él, dadas mis innumerables lecturas de entonces sobre metafísica y simbolismo iniciático tradicional, no sospechaba en absoluto las concordancias que él veía entre mis versos y los dichos de los grandes maestros sufíes que citaba, entre los cuales estaba Shayj Muhammad Ibn Al-Habib, que yo tan sólo conocía de referencia porque había sido el maestro que había iniciado en el camino sufi a Shayj Abdalqadir As-Sufi (al-Murabit), quien me tomó la “shahada” aquella mañana de agosto. Lo mejor de todo es que a partir de aquel 8 de agosto de 1993, todas las tardes comencé a recitar en compañía de otros musulmanes conversos el “Wird” de Shayj Muhammad Ibn Al-Habib.

(Shayj Muhammad Ibn al-Habib)

Hasta aquel momento, sí, había leído algunos libros sobre Islam y sufismo, pero yo no podía reconocer la influencia del lenguaje sufi en mi poesía. Era algo que no se me ocurría ni pensar, pese a que citaba a Saadi de Shiraz al principio de “Estancia de los detenimientos”, y pese a mis pretensiones encaminadas en esta misma dirección, que quedaron impresas en un texto a modo de prólogo para este libro que nunca llegó a publicarse (ver ANEXO). Si había ocurrido, yo era ajeno conscientemente. En otras palabras, si en mi poesía había advenido cierta influencia sufi no era el resultado de una causa material o eficiente por mi parte, sino del acontecer de la pura lógica del inconsciente. No había una conexión causal que explicara las coincidencias. Era evidente. Y además yo recién había comenzado un día antes de recibir esta carta de Vittor a andar por la Senda islámica, aunque llevara ya algunos años tras su pista.

En tanto disposición a entender, esta carta me brindó la posibilidad de ver cómo es posible que determinados hechos adquieran significado bajo el carácter de símbolos, de manera que puedo decir que el camino elegido, el Islam sufi, jugó un papel regulador en mi escritura, hasta el punto de ir modelando mis aconteceres incluso antes de mi entrada en Islam. Más tarde entendí que todo lo que pasa en este universo ocurre por voluntad y decreto de Allah, y que si tenemos libre voluntad o libre albedrío para actuar es una habilidad que Él nos ha dado para ser capaces de discernir (entre lo bueno y lo malo) y hacer la elección.

“Allah no impone a nadie sino en la medida de su capacidad; tendrá a su favor lo que haya obtenido y en contra lo que se haya buscado” (Corán, 2: 286).


Antonio José (Yasin) Trigo



ANEXO

[A continuación transcribo un texto que escribí en marzo de 1985 a modo de Prólogo para mi libro “Estancia de los detenimientos”, y que no se publicó en la edición que hice de este libro cinco años más tarde, aunque me serví de él (citando párrafos enteros, o reelaborando algunos otros) para escribir otros artículos sobre el acontecer poético. No obstante, la lectura de este texto puede aclarar alguna posibilidad de que Luis Alberto Vittor no estaba mal encaminado en mostrar cierta afinidad entre mi poesía y el lenguaje técnico del sufismo.
Ahora bien, conviene recordar que no fue hasta un par de meses después de escribir este texto, en mayo de 1985, cuando tuve mi primer contacto con musulmanes sufíes seguidores de Shayj Abdalqadir as-Sufi (al-Murabit), precisamente en Granada, donde estuve una semana conviviendo con ellos, pero sin tener todavía muy claro mi entrada al Islam].


Prólogo
(inédito, para “Estancia de los detenimientos”)

El asunto central de este libro lo constituye el espacio de un acontecimiento que no ha tenido lugar. En el fondo, es la aventura misma de la poesía.

El texto está organizado en forma cíclica y en espiral, de donde pueda parecer algo intrincado, “preambúlico”, por encima del significado, más sutil y sostenidamente inquietante que amenazador, caótico o destructivo; por lo demás, los poemas están estructurados como un sitio para que la percepción ocurra, donde el contraste interactivo entre la pausa, el “vacío”, el silencio y lo “lleno” pueda hallar su mejor valorización. A este respecto, nos confesamos —para tranquilidad del “realista” de turno, siempre represivo, genuflexo y anquilosado— un “enfermo del símbolo”, por lo que no escatimamos esfuerzos en dejar traslucir una particular cosmovisión.

La “estancia” expresa el estado, conservación y permanencia de una cosa en el ser que tiene. Es el lugar, la morada, la casa del tiempo del ser. Los “detenimientos”, por su parte, se refieren a lo relativo o receptividad de la tasa vibratoria, produciéndose así la polaridad negativa o sustancial. De esta manera, el tiempo no puede ser encerrado, arrestado, captado, alcanzando en eso los poemas la dimensión de una orgánica partitura.

Sin embargo, se trata de resolver algunas vacilaciones y no rehuimos, por tanto, el detenimiento del tiempo lineal, este tiempo de tibia descreencia, sumergido en la pasión furiosa de lo tangible, en el cual vivimos, con la convicción de que la poesía no ha de “decir” sino “hacer”, como una caja de resonancias en medio del griterío inane del mundo.

Situada en este contexto, la “Estancia de los detenimientos”, como el misterio, no puede ordenarse. Como “espacio de configuración”, símbolo igual al del bosque, que, como el de Dodona, es el verdadero santuario interior o “daimon”, junto a la noche del silencio por explorar. No un espacio físico, como lugar determinado o determinable topográficamente, sino el alumbramiento del alma perdidiza, por cuanto la imagen que subyace es la de la “caída del alma a la concreción primaria”, según conocida expresión de Sor Juana Inés de la Cruz, como una forma de inmersión (“inversa ascensión”) en el flujo de la existencia. Entonces es, cuando ineludiblemente se produce un sentido “mandálico” de la vida: uno empieza a ver que tiene que coger un centro, unas figuras, unas semilicadencias arquetípicas, rodeando ese centro, ese lugar, esa luz, esa respiración, en suma, ese amor.

Por tanto, la poesía ha de permanecer abierta al sentido, enfrentada con el lector como un espejo que le devuelve sus duplicidades inagotables, pues no se trata de pretender ofrecer un sentido que se cierre sobre sí mismo, más bien, al contrario, ese sentido ha de avanzar envuelto en densidades de significación donde zumban lo que es y lo que no es, como una especie de estructura polifónica y contrapuntística, donde la palabra (“dardo tenaz”, “manantial de retorno a su vocación de nieve”, “máscara bien adherida”, “desierto de ceniza”, “puñal de rocío”) es raíz, instrumento, signo y velo.

Es por ello que contra el libro-sumario, en el que cada poema es una instancia, creemos, por el contrario, en el poema como “estancia”, en el que el sentido no sea efecto de un progreso lineal, sino simultáneo, donde hasta la palabra no proferida resume el nombre que no conocemos y que en su totalidad nos abarca.

Detrás, al margen, sobre, por debajo, es decir, entre los intersticios de lo cotidiano, consideramos la naturaleza como una escritura cifrada, donde las nubes, los árboles, el agua, etc., son signos del acrecentamiento de lo invisible en lo visible, mejor dicho, dan un atisbo de realidad desde el Ocultamiento a la Presencia.

Con todo a favor, no obstante, lo que tiene nombre, forma, voz, aparece contagiado de ausencia, con tal de hacer ver, de manera platónica, que los objetos que existen en el mundo no son idénticos a la imagen que de ellos tenemos, siempre incompleta y aproximada, por lo que la poesía ha de intentar comunicar siempre la percepción de lo que subyace tras las apariencias sensibles si no quiere quedarse en un fenómeno o un temor aislado, que se transforma en un destino pegado a una vida, y, por ello, a la extensión misma del mundo, con los consiguientes riesgos de prestarse a lo vulgar, lo fácil y lo sobajado.

Por otra parte, queremos hacer notar que las series acumulativas de imágenes contribuyen en gran medida a dirigir la búsqueda de una experiencia estática, aclarando, sobre todo, ese sentido de ámbito como iluminación, tal como ocurre con los mejores poemas de los sufíes, cuyas referencias transitan por debajo de nuestra exploración, sin significar nunca pretextos o apoyaturas intelectuales, estando aceptados e incorporados como elementos sustentadores del pensamiento de quien escribe. En suma, todo señala en una universal concordancia.

Finalmente, la característica más notable, posible a flor de existencia, y con la cual concluiremos nuestra confesión de propósitos más que presentación, es la invocación al “tú” mediador, amoroso, que redima, apuntando de esta manera al “minimun vitae”, por lo que significa de encuentro y anulación individual, verificando así el proceso —brisa reminiscente— de la desaparición del “mi” ante el “si”, ese punto constantemente presente que se manifiesta por indicios, que nos obsesiona y se aleja cada vez más.

En definitiva, una vez la estancia pronunciada, erguida, detiene lo que invade el corazón. La distancia se anula, se hace centro sin fin.

Antonio José Trigo
(Lora del Río, marzo de 1985)