27/11/08

Reclamos y presencias del advirtiente



Reclamos y presencias del advirtiente

(1988-1992)


(Publicado en la Editorial Vitruvio, Colección Baños del Carmen, nº 14, Madrid, 1999)



«Desde que me cansé de buscar, aprendí a encontrar.
Desde que un viento me tuvo prisionero,
con todos los vientos navego.»

Nietzsche
("Mi suerte")



OFICIOS Y MALEFICIOS

I


Ahora que el sueño del hombre aviva
sus horas amenazadas con el arcano mayor
de algún argumento biográfico,
¿quién va a descubrir esa lluvia confundida,
temerosa, que cede al final de primavera
e infla los mares?, ¿quién va a descubrir ahora
la isla azul del aire que concilia desiertas montañas?

Quién sino aquel que realza sus derrumbes
más ligeros, y no tiene para compartir
sino el canto de un pájaro viejo que latiguea
su sangre solar en jaula que sólo ostenta óxido
y el pulso en pie de una flor sin otoño
que se abre, que irrumpe en la fiesta
de su espacio, y enhebra, en brote audaz,
ni antes ni después, el sabor de una fruta
(porque no hay un sólo pájaro que no corra
el albur de ser una huída encarnada que habitar,
como no hay una sola flor que no corra
el albur de ser una fruta furtiva
con que labrar un tiempo irrepetible a su favor).

Aquel que es, finge, funda la esperanza y el miedo.
Aquel que derrumba puertas para que no prevalezcan,
para poder librarse de inútiles avisos,
y gira los espejos que comparecen graves
contra la pared de incesantes ejecuciones.
Para todos está siempre su presencia inoportuna,
como un fantasma que avisa del naufragio.
No importa que nadie responda a su cantar.
Ha llegado desde tan lejos que trae
en sus uñas la luz que removió.


II


Cuanto más camina por las calles llenas
de sofocadas confesiones, circuidas de engaños,
de rezongos de máquinas, tanto más el advirtiente
edifica el silencio para albergar la voz que ahora huye.

Cuanto más hace fundación fugaz su andanza
por celdas de tinieblas, tanto más del advirtiente
queda su dolor solo en aquellos corredores
llenos de espejos ventriculados que recogen
en saco roto el orín de viejas miradas homicidas.

Cuanto más se detiene con aquellos que le brindan
un vino en copa colmada siempre de tedio,
mientras queman todos sus retratos y llevan
en sus bolsillos las primicias intolerables
de alguna inconforme pena o de algún aspaviento
de envidia, tanto más el advirtiente semeja
una flecha incendiaria a la siga del blanco.

Cuanto más crece tentacular la burda mentira del oro
tanto más el advirtiente da a sus hechos dimensión de arco
y a solas con su impulso construye la luz en las palabras,
esas pequeñas estúpidas que no se quedan quietas,
más susurrantes que el silbo de los murciélagos
sobre las noches horras de tercos insectos.


III


Cada palabra rompe el corazón en alas,
enciende hogueras para aprender la lejanía,
propicia lugares de encrucijada
entre viajeros perdidos en la historia.

Cada palabra esparce sobre el mundo
la claridad que un día se desnudó
de un tiempo inútil y nos doblegó
la mirada para uso de los pájaros.

Cada palabra nos golpea todo el tiempo
con su moneda dura, cerrada,
para que no olvidemos el dolor.

Cada palabra construye en sus adentros
su rehén sin posible rescate del camino del sol,
su hombre extenuado de cielo, sin demás.


IV


Como el hombre que llega hasta el deseo último
de su sangre, cuando habla de sus cosas
termina dejando un rastro de gran burla
por aviesas escaleras, ¿cómo no confundirle
con quien arroja la noche a los perros,
con su traje de hollín escuálido,
y elige pasar, sin ninguna respuesta,
sin ningún reclamo, entre quienes legislan
las ciudades con metal aciago y desmentido?
¿Cómo no huir de la vera de quien se obliga
a acrecentar su vocación de astrolabio,
a librar una norma de pájaros de raudas migraciones,
y a hacer el camino que dirá de él mismo
qué es cuando sepa que ya no va a estar?

Durante el día busca su rumbo cubriendo
la distancia entre una emboscada y un asedio,
montando guardia a la cruel ruina
que va de la simiente hasta la flor
como viajero perdido en una historia perversa.

Por la noche, en cambio, remueve los escasos
y diseminados restos del corazón errante
de los pájaros, con cuyas primeras cenizas,
tenazmente derramadas, con su azogue irredento,
amasa la luna frotando un misterio de arcilla al tacto.

Ahí, de pie, sin indulto posible,
cómo va a ver tregua para quien no registra
la máscara irrisoria de una promesa
o un testamento, cómo se va a callar si las palabras
no están hechas para rebajar el mundo.

Con su mirada que se niega a servir,
con sus manos que extiende para que las horas
no amanezcan con sorpresas divisorias,
ahí, a la vista de nadie en el corazón de todos,
el hombre, sin demás, inventa nuevos delirios
al veredicto inapelable del ardor.




ACCIÓN DE GRACIAS



Antes de seguir tornando a su estrépito
la vanidosa aflicción de la nostalgia,
como torna el acero a su funda
con el vejamen de la rosa limpia,
quisiera agradecer a quien se debe
tanto hermoso equilibrio, fruto del mundo y la luz.

Muchas veces puse una mano en el horror
de la página en blanco y la otra en el limpio azul
de la tarde; muchas veces tuve que cernir
las nubes para que no quedaran
en sus cenizas revoladas osamentas de pájaros;
muchas veces rompí todos los muros con la risa
porque ya no había armas que descolgar de los muros;
muchas veces imaginé reyes en tronos sin nombre,
¡y qué capaz en no darle a la eternidad descanso!

Sólo me resisto a creer que el mundo es grande
para la noche y pequeño para el día;
sólo me resisto a acatar la orden de esconderme
en las escarpaduras de la vigilia
y escuchar el atabal de los ejecutores
cómo repite su amenaza, su asedio incesante,
clavándome en el vientre sus fueros de uñas,
porque nada me absuelve de la agonía
por no haber alcanzado la gracia de ser sensato,
de creer que siempre es demasiado nunca
para esperar la rudeza inigualable de una señal.
Es que hace tanto tiempo que tengo ganas
de decirle a la gente que esta hora no se ha abierto
para poder rescatar plano s ni para deshacer vislumbres;
tan sólo para un tumultuoso júbilo.




ZONA EN TERRITORIO DEL ÁGUILA



Los guerreros se marcharon sin esperar
nuestra voz. Así sucedió siempre.
No nos quedan sino algunas palabras
y señales al claro testimonio de un tiempo insomne
(no las palabras dichas tan sólo con los dientes
que prosigan la historia a pulso de ausencias
y hallazgos —aquella que siempre es posible,
desde Homero, volver a relatar,
entre las luchas, entre las derrotas—,
sino las antiguas palabras capaces de aventar
contra las ruinas el viento feroz de la sangre,
cuando en ellas uno a sí mismo se abandona
como viniendo de muertes y olvidos necesarios).

Porque uno viene con los pasos o los desvíos,
las entregas, tan contados, que a fuerza de contar
pierde la cuenta en esta ruta de flor y canto.

Si bien aquí nadie vivirá para siempre
sólo con sus costumbres gentílicas y tenaces toses,
¿por qué venir a tener mando sobre la tierra
sin poder dejar escrito el nombre crecido
de este suceso de tiempo hacia otras fechas?

En vano hemos venido a salir de la luz,
sin que nos hayamos dado en préstamos
los unos a los otros en este lugar
donde, una vez, los tambores sonaron sus augurios,
de no ser por esta respiración que se celebra
sin mudar en odios mudos las fieras estaciones.

Entre tanto, al pie ya de la consumación,
y antes de tener muerte a filo de obsidiana,
sea el baile aquí en medio de las flores
con músicas lejanas y renovadas lunas.
Por esta noche, ¿acaso se puede ir en pos de algo
que no sea un sueño que no transcurre, no pasa,
según es su deber de sueño, sino que sube
como un agua de pájaros hasta ser
nuestro mapa, nuestra toda geografía?

Por costumbre levantamos las copas adorables,
sin desgarraduras, y llevamos los estirados músculos
a la tensión de la insólita tarea de abrir caminos
a las constelaciones, desperezando las andanzas,
pintando las vocales de la palabra viento
por las calles estrechas de tabernas,
sin que haya urgencia de decir la ríspida frase
o la burla precoz, sin que las sembraduras
de la tierra sean signos de imprecisa añoranza.

Por costumbre decimos cielo cuando miramos el cielo,
decimos: ¡vaya, qué nuevas nuestras manos
por azules antiguos, siempre estrenando
la dignidad del sol, la transparencia del mundo!
O decimos: ¿qué hermosas palabras hacen posible
este activo sueño, si de nada sirve poner un espejo
delante de los labios para inventariar
los designios del aliento, ni tomar por asalto
el mundo, aprovechando su descuido?

Aprendemos a construir la luz con palabras
como hacían los antiguos guerreros al llegar
al límite, sin miedo ancho sobre el pecho,
porque más allá hay dragones,
porque para una vez que estamos en la tierra,
en esta región donde el águila se hizo hombre,
es necesario arrancarse el corazón
para ver con más luz bajo su sombra.

Pero las hermosas palabras que una y otra vez
vivimos no tienen en realidad importancia,
sino el espacio sin nombre en que la luz se construye.



(Para Musa Valencia Posada)



ESTACIÓN EN LO BLANCO



Al recodo de los años raídos
por las sucesivas rondas del sol,
cuatro paredes no bastan
a esta costumbre diaria de amontonar
palabras rescatadas, voces alegres, familiares,
y morirse en torno de un momentáneo café.

Tanto tiempo porfiando en encontrar algo
que, aunque vivido en otro tiempo, se conserva,
no se deja de memorar, como llegado un día después
de muchos horizontes en el aire de los primeros pasos
que no se borra, porque —ya se sabe—
cualquier tiempo pasado fue decisivo,
y porque no tiene casa en realidad quien busca
detrás de las horas su propio inventario de luz.

Ya hace tantos días que la tierna errancia
de nuestras manos palpan la ceniza dormida
de turbias sábanas donde el amor se hizo.

Tantas horas oyendo llegar la nieve desconocida
y sin pisar, que cae en nuestro diario de viaje sin fecha,
sabiendo que tras las sombras agrietadas
de los muebles nos aguardan perdidos eslabones.

Horas que se esfuman en cuanto gira la estancia
como bola sin manija, como un paisaje
en la rueda de ojos recién venidos.
Horas que hacen de la sed su único alimento.

De comprender esto poco importa
si multiplicamos el vaivén de las flores consumidas
en primavera, porque no hay nunca flor
que a su impaciencia sola, trace,
al helor del tiempo, el programa de su relumbre,
con sus profecías, dictámenes y capitulaciones.

Poco importa si dilatamos con los ojos la bruma
de junio en los cristales cansados de dedos que oprimen.

Poco importa si escuchamos al otoño tropezar
en las esquinas al divulgar sus oros prematuros.

Hay algunos días que lo mejor es quedarse
desnudos con lo que somos, aquí,
en el centro de tanta transparencia,
mirando que se estén las cosas
sin presentirlas el tacto de la araña,
sin que se sepa dónde surgió su oscuro viso,
sin que se sepa por qué camino nos llegó
la fiebre indistinta del recuerdo después
de haber dejado su huella azul en el alcohol.

Y así, desnudos, confidenciados de que el aire
retorna veloz a su pereza perdida,
en alabanza de tan buenos desterrados del sol,
es bien que no se proclame que todo es fin,
al menos antes de ser nuevamente los niños
que fuimos observando la refracción de la luz
sobre el agua o, sin saber para quién, emitiendo pájaros.



EN UNA ENTERA MIGRACIÓN



A veces, en una entera migración
cada hombre a su manera busca
el arribo de una tierra futura.

Y no va ni vuelve sino festejando
del tiempo la transparencia del mundo.

Marcha para sus lejanías huérfanas
donde poder sacar su voz a preguntar
y preguntar sobre los signos de la ausencia.

Sus ojos (¿quién le hizo tan grandes los ojos?),
sus ojos ven los muertos del desierto y escuchan
su mudez (en tiempos así hasta los ojos oyen).

Girando así apenas, y oyendo así en lo hondo,
el mismo desierto, escucha el hombre,
impaciente, el eco de sus pies ahuellar la distancia,
porque no hay tregua en la arena para competir
con el golpear rabioso de las muchas aguas sumadas
y porque sus labios incansables alargándose con sed
no sonsacan reniegos a la palabra «retorno»
cuando, sin esperar ninguna expiación prometida,
sin demorar jamás el derecho a caer
sobre su espada para rehuir al adversario,
interpela a la oscuridad de las rogativas.

Qué ojos fatigados de vadear, el desierto,
y qué dedos en exorcismo de buscar, la luz.

El hombre escapa por su vida sin mirar tras de sí,
busca esa tierra sin tormentas que asuelen,
que borren el rastro de sus pasos sobrios y tercos
que avanzan callados por el gozo de andar,
no más, sacando llamas rojas al desierto.

Es peregrino, no se queda, remonta
la hilera de pájaros que se van, que vienen
muchas veces y mucho, antes de venir,
a esta tierra que no sabe y que ama inventar.



ANECDOTARIO


I


Si el tiempo suelta su afán suicida.
Si detrás de cada paso queda un rayón
de niebla entre las calles solas
y una vitalidad de escasez y fatiga.
Si una nube pasa erigiendo
el corazón sin nombre de los pájaros
por el silencio de cálidas estaciones.
Si la avenida de farolas lleva
hacia el camino azul de los insectos absortos,
pero móviles, que escrutan
el peso exacto de las flores.
Si ya, todo instante, en su arrebato hermoso,
puede ser, cada vez, la última jugada,
entre más tarde, ahora y el pasado.
Si en el amor no hay más reflejo que el olvido.
Si el gozo es más vulnerable que el dolor,

¿cómo preparar el tamaño del sueño
sin detener esta memoria devanada que viene
de algún decreto de inclemencia del mar?


II


Si alguien busca siempre las cosas familiares
a su recuerdo sin disipar los delirios.
Si alguien va adonde van los que se pierden
sin descanso, y cómo, y a qué precio,
sin el sedimento agrícola que se levanta
en una ola de pasiones utilitarias
entre la abulia y su inocencia mayor.
Si alguien se sienta a demorar su propia sorpresa
y va y se disuelve en la llama que le ha engendrado.
Si alguien deja sonar una ventana de golpe
mientras los cristales agudos del aliento rozan
el muro de piedra y quedan temblando las cortinas.
Si alguien ve en un trozo de periódico atrasado
cómo surge de esa algarabía de palabras usadas
los pasajes de su ayer, sus miedos, sus servidumbres.
Si alguien es capaz de saber que hay
unos instantes en que la mirada es un cambio
de música oída en largas horas de nieve.
Si alguien torna llevadero el sopor añoso
de esa risa que se hiela, de una edad insoslayable,
nacida siempre en el hueco de las conversaciones,
y aguarda la muerte que sabe a pulso nutritivo
como aguarda la serpiente, sin azararse, su presa,

¡ya alguien sabe, dueño sin émulo de sus lugares,
que al entrar en la luz ya no se halla la salida!



APRENDIZAJE DE LA MIRADA


I


Mirar cómo se posa el polvo
sobre la vigilia memorable de los retratos
que refrendan, cada día,
la misma insidiosa servidumbre.
Mirar al fondo de los ojos
de un cuerpo desacariciado cómo desciñe
el aluvión de fuego de toda lastimadura.
Mirar al amor que cambia cuando llueven
pájaros dentro de la carne herida
arrastrando desmemorias, semillas de rencores.

Mirar es llenar el espacio de un esplendor sin nombre,
a fin de disponer una cantidad hechizada de sol
para fundar tantos sentimientos de lejanía
como sea preciso, siempre tan del corazón.


II


Como para cada silencio hay un mundo
de pájaros en desbandada,
para cada salto en el abismo
hay la corriente de una mirada:
flor de antigua claridad sin término
que cierra sobre la cumbre sus alas,
que aguarda los fríos, las brumas violentas,
las antiguas reciedumbres, las vencidas ansias.

Todo empieza sin ninguna duda
bajo la nieve abundante de la mirada
que ocupa el lugar de los ojos y no el que queda
entre los ojos, entre penumbras cálidas,
porque nunca, antes y ahora, en este mundo,
cada cosa, cada ser, en su inmóvil danza,
persiste en el corto momento que viven
como persiste a la embestida tórtola el águila,
en callado designio, en callada imagen,
haciendo círculos hasta alcanzarla.

Sólo el esplendor sin nombre llena el espacio.
Nada se interpone hacia su centro en que la luz es nada.

Ya la noche pone en marcha su caja de aviesos ritmos.
Ya no hay retorno de la última audacia.

Entre señales furtivas, la luz que se nos concede
queda desnuda en pequeñas nostalgias,
porque, ¿dónde sino en los ojos, convertidos
en la claridad que aniega, queda incendiada
la noche tutelar que cada uno de nosotros,
con furor, sabe al otro comunicarla?

Al final, sin rostros ni lugares intermedios,
uno, tan dócil, de todo sueño se desata,
hasta no ser nadie, solo asueto,
no más que un jeroglífico de aridez y escarcha.

Al final todos, tan efusivos, hacemos hoguera.
¿A qué, pues, preocuparse, si todo pasa,
si no hay sitio que cercar ni sendero por donde huir,
si doblamos la esquina, y ya es la noche callada?

Vivir acaso sea acercarse al mundo
y guardar el silencio de las cosas que no se alcanzan;
sea tener los sentidos atentos al viento de eternidad
que nos vence, nos sostiene y encarna;
sea deletrear vuelos hacia las estrellas
en donde se organiza la mirada.



INSCRIPCIONES EN UNA PIEDRA



Todo tiene su hora y su sitio
en esta morada desabrida.

Tiene su hora y su sitio
la voz más sola del hombre
donde naufraga el mundo
arrasado por el acuciante asedio
de tortuosas promesas de armonía.

Tiene su hora y su sitio
la fiebre azul de los amantes
en tanto se aman, en tibio lecho,
como fieras lentísimas.

Tiene su hora y su sitio
el ave que retorna con el polvo
de continentes cálidos
en sus alas aturdidas.

Tiene su hora y su sitio
la moneda necesaria
que el mendigo recoge
esculcando su escudilla.

Todo es así en el lugar preciso
y a su hora, ¿qué creías?
¿Acaso es posible poner a resguardo
el buen sabor de lo vivido
sin devolver una señal luminosa de cortesía?



TEATRO DEL SOL NEGRO



Remoto se abrió el mundo al sol negro
y el sol negro se hizo cauce precursor
al aire que se adquiere contra las ansias.

Asomado a todos los predominios,
a todas las sospechas,
el hombre —huésped amigo del dolor—
traza en la ceguera de luz
su mapa de sordas rebeliones.
A esperar nada, la recia familia
no le dejó más que una memoria sometida
por tácita herencia, de donde fructúa
las variaciones discretas de los días
y extrae de los anegados espejos
el músculo azul de la infancia,
no para ocultar en la memoria
la proporción de un sueño,
sino para brindarle una constancia a Onán.

Así sucede que pasa que acontece
que ocurre que el mundo cae
al no soportar la convivencia dura que exige
el silencio que queda después del amor.
Así, a cada hombre su deidad impacientada,
porque hace ya mucho que para siempre
no hay testimonios de largas paciencias
en tanto columbra el sol negro inquisidor
en el desierto de las alcobas esponsalicias,
y porque hace ya mucho que para siempre
se sabe con Séneca que el sol no tiene
espectadores más que cuando se eclipsa.



LA CONDICIÓN HUMANA



Han extraviado su equipaje.
Por eso exhuman espejos sin estaño
y alisan el plumaje de las piedras.
Todos, en fatal itinerario, luchan solos
por su labio calculado de experiencia
a cambio de un valor de cobre de rutina,
mientras en la sombra las ciudades se despeñan.

“Por nada, porque hace frío,
porque está oscuro, porque el agua escasea
cada vez más y la casa se quema” (1).

Fuera de alcance, respirando apenas,
inmóviles, mudos, con los ojos ofuscados,
sólo quieren que toda su infancia
suba al nivel del corazón de súbito
para seguir fabricando mariposas
o animando la flor perecedera.

Por nada, porque hace frío,
porque está oscuro, porque el agua escasea
cada vez más y la casa se quema.

Han extraviado su equipaje.
Por eso beben el brebaje espeso de años
y se demoran en una dolida urgencia.
Todos acogen en lo más profundo todo lo que arde
para no perder pie en lo blanco
porque se saben murientes a sabiendas.

Por nada, porque hace frío,
porque está oscuro, porque el agua escasea
cada vez más y la casa se quema.


(1) – Versos del poema “Todo y nada” de Vahé Godel, 
en versión al español de Alfredo Silva Estrada.



APELACIÓN AL EFÍMERO



Si todo se debe al modo de beberse el tiempo
sólo está por saber si este montón de fechas
con sus golpes ciegos, este libro de horas urgentes
como flechas negras que es la vida desde hace
ya mucho, desde siempre, es una agresión de las formas
contra los sitios familiares o una arteria
que se vacía en la noche derramando ángeles.

No te enojes, no tienes todo el tiempo para vivirte,
más no pierdas el tiempo en hacer balance
de lo que cuesta usar los corazones y los largos caminos
de otros, porque no hay nadie que compre los recuerdos
de nadie, ni nadie que se cale los zapatos de nadie
con que transitar más camino del que es posible recorrer,
ni nadie que busque voces de nadie que derramar
cuando aprieta su silencio para decir algo que no es algo,
ni nadie que anhele su parte en deseo de nadie.

Qué importa que andes enfurecido o triste
en la sorda pervivencia de las ciudades
donde —recluso de los años, huésped
de hábitos inconstantes— pierdes las plumas
de tu vuelo en los colchones de cóleras amables.

Con la lumbre furtiva que en el pecho se afana,
no poseemos para expresar los golpes ciegos
de la vida sino los sueños prestados de la infancia,
aquellos con que dimos los primeros pasos sobre el día
y ahora (después del discurrir callado de ciegas beatitudes)
nos sirven para cruzar las piedras ciegas de las calles.



MONÓLOGO DEL VIENTO



Hago dúctil la horma de los pasos
temerosos de lo que huyen,
porque, ¿quién sabe si corren o si dejan
de correr, si no más que viajeros hay
que han agotado ya todos los paisajes?

Muchas veces reemplazo mi cólera de siglos
por esas calles de dios donde la palabra
convoca la desventura con sus horas, días, años,
sin que el ojo múltiple del vino calme su sed mayor.

Muchas veces despojo a la mirada su seguridad
de perderse entre los árboles donde una vez
dejaron escrita, sin acertar ahora su sitio,
la gramática comparada del lenguaje de los pájaros.
(¿Dónde poner la mirada sino en las cosas rotas,
por descuido, sin lugar exacto, apacible?)

Muchas veces fui dentro de casa
sintiendo cómo la luz, que es voraz,
escribe su memoria desde el sueño
adelantando para todos su vaticinio.

Muchas veces vi lucir el astro negro
sobre el lado de afuera, pero, ¿qué solución
se concibe, de luz no usada, por el lado de adentro?
Ah, qué viejos de luz, los hombres van y vienen
como queriendo comprar, con el oro aciago
de cada día, plenos vestigios a la infancia.

A cuántos desplomó esa densa carga
de clandestino júbilo de hombres, a cuántos,
yendo y viniendo a sus oficios liminares
de mesa y de silencio, para, al fin, confiarse
a esa luz que llega, voraz, que gana
su límite y hace sus vencimientos.

Sólo yo —viento habitado— atravieso ciudades solas.



DE LA NOCHE Y SU TRIUNFO



Un día asistiremos obligatoriamente
a una melancolía de azucenas,
cumplida ya la cifra inalterable de los pasos,
y a partir de ahí seguiremos solos
como hombres de lóbrego mar
con el moho de algún naufragio
en sus manos infamadas.

Ahí nos reconocemos como máscaras,
como una conjunta mirada ciega
de héroes huérfanos que se ignoran
y se achispan en insensatas tabernas,
los sábados, por no tener con qué comprarnos
una isla extraña, por no encontrar
cartas y fotografías de amores pasados
tal como nos hubiera gustado poder incinerarlas.

La noche se solaza a nuestro lado
como un cóncavo silencio de cerrojos descorridos
y, ¡cómo se amolda a las horas del día!

Ahí llega, está golpeando a la puerta:
un flash de muerte en la sonrisa.

Nada quedará de todo, sino la ceniza
de diluidos imperios de vastos nombres.
Hasta nuestros rostros se desplazarán
entre los espejos peregrinos que inundan las paredes
perdiéndose en monótonas semejanzas.

Pensar que nos vamos a morir de risa de estar vivos,
que nos vamos a agonizar con las palabras
hasta que la luz pregunte por nosotros.



COMENTARIOS


I

"Yo no soy más que un árbol que se alejó del bosque,
llamado por una voz de mar profunda."

Joan Vinyoli


Frente al mar que desempolva viejas crónicas de sal,
entre las ruinas un tanto polvorientas de las ciudades,
un bosque silencioso vaga sin ruta y sin objeto.
Qué mudos pasos trae, doliente y fiel peregrino.
Por el mar quiebra albores, enciende su guardia.

¿Quién no ha oído nunca este cuento del bosque que anda
frente al mar, y se va alejando, siempre alejando,
y al principio se aterra y hace intento de huir
como huye la destemplanza de un niño sin juguetes
por el desierto circular de un país en guerra,
y luego advierte que ha retornado al origen,
a la luz de una oleada de pájaros migratorios
que son de él la memoria fiel, inderrocable,
como la memoria son del río las guijas?

¿Quién no ha visto cumplir sus días junto al mar
alguna vez, mientras el sueño tiende su emboscada?

Allá vá, va siendo, se asume a su estiaje,
no se detiene ya, está dispuesto el árbol
a rastrear, perplejo, esa huída del bosque
ante el paso de las horas que corren alegres
disolviendo sus azúcares, como queriendo
rescatar en un instante toda una vida perdida
en oir la voz del mar y su código de gaviotas.

Fiel al bosque y su correduría persiste,
porque ser fuerte es tomar las cosas de raíz
y la raíz para el bosque es el bosque mismo
que va lejos, más lejos, cada vez más lejos.

Así, hasta donde puede llegar (no importa adonde vaya)
yo soy el árbol fuerte, arraigado en los ojos del mar,
ese mar insistente que resuella a la distancia,
ese ardor angustioso, esa hoguera, esa lumbre
que derrama cráneos de pájaros sobre el horizonte
y me desnuda de amorosa hojarasca.

Mío es el sueño que se comba sobre sí mismo
y la sorpresa advirtiente, ya que nada es inútil
ahora que el clamor de mis navegaciones marcha sólo.


•••

Considero un árbol como un rumbo que se instala
abriendo su caudal sobre la senda.
Porque sólo un árbol define un paisaje
verde, luminoso, cercano, sonoro, lento,
entre cruces convenidos y ágiles
donde dar la fruta mejor o la sombra ancha.
¿Quién que es no recuerda el árbol
de sus tempranas opciones en contacto acertado
con esa enorme claridad que lo sostiene?
Porque el árbol, aunque no ande rondero
por la tierra, ¡cómo lucha por llegar a su estatura!
El árbol donde canta el pájaro porque sí
arrastrando en el pliegue de sus alas
todo el deber del bosque.

Pero aun si su efìmero armazón se delata
a merced del antojo incendiario
que primero le estuvo disponiendo,
o del temblor que sospecha ya el cercano otoño,
o, cómo no, de la tala enfurecida, árbol será
hasta que la raíz se libere en relámpago.



II


(Al leer "El lenguaje de los pájaros"
de Farid Uddin Attar)


Está muy bien que vea a través de las palabras
que se bienvienen al viento y a las inquietas estaciones.
Pero, las cosas, ¿son para ser dichas?
¿No sé que al decirlas con palabras difíciles de hallar,
la noche crece entre los labios,
y que cuando las hallo, las cosas
ya no retornan a mí de cada lejanía?

Está muy bien que vea a través de las palabras
que no transmiten el ajetreo del vivir,
pero de pronto cada palabra dictamina
obvios llamamientos, enhebra
los sonidos del mundo en nuevas acomodaciones,
y me hace volver a un lugar muchas veces,
donde las formas no arrastran oxidaciones,
a compartir toda permanencia o todo viaje,
a invocar la sal y el mercurio de los vientos
que mellan la llave de los pájaros
que se fugan o advienen sobre el exceso
de horizonte en busca de su rey,
para terminar sabiendo que no hay rey
sino reino y que todos ellos lo son.


III


"Te dicen: hay fuego en el bosque.
Vas hasta el fuego en el bosque y lo ves.
Tú eres el fuego en el bosque."

Raÿa, de Mahmudabad


Si nada arde con la luz de ayer,
si lo que veo es todo lo que encuentro,
¿quién rezonga el conjuro, hasta el albor,
de las palpitantes lentitudes del misterio?

Si bien está que se viva y que se muera,
¿quién ata largos cordajes de cordajes de alientos,
quién borra la noche del amor y del camino,
quién construye el polvo entre la luz y el cielo?

¿Quién me hizo venir de la fiesta del sol
que ultraja ciudades, templos,
e ir, con un acertijo de sombra en la sangre,
sobre la mínima altivez del hueso?

Si todo es un río que nunca acaba de pasar,
¿a dónde he de dirigirme, huérfano el gesto,
sin traer la segura llave que franquea
el paso oscuro de los días, sin fieros vientos
que hostiguen mi flor entre las ruinas,
sin resguardo con que sujetar lo abierto?

Si, aun respondiendo al desafío presuroso,
me ha de sorprender lo inmóvil sin remedio,
¿de qué me sirve poder revocar
mis palabras y escurrir señales e intentos
a través de todas las noches y de todos los fríos,
si las palabras son, en realidad, monedas de fuego?

Ocasiones me figuro que soy, de veras,
como un árbol que se escapa del incendio
en que arde todo sin quemarse,
porque, sin reducir mi vida a cánones adversos
con que celebrar la estación de las cosas perdidas,
me consta que voy a morir para vivir de nuevo.



NECESIDAD DE CUMBRE



Porque no hay injusto destino irremediable
voy y vengo con esta mano dura
que tiembla en la semilla y me posee,
reduciendo su forma a un trato con los pájaros,
y esta voz a tierra que gira y arde,
entre la montaña y la atmósfera.

Ya antes en todo tiempo esta mano temblorosa
había azotado al trigo, y esta voz,
siempre volteada como una moneda,
había sentido nostalgia por países lejanos.
¿He de escupir, ahora, la miga de mis dedos?
¿He de gastar mi voz mientras me adeuden
su reverso, el sitio donde se adivina
la longevidad del aire a ciertas horas del sol?

¡Que el mundo no sepa, tan frágil
de presagios, que lo invento con mi voz!
¡Que no sientan, las cosas,
agrupadas en anchas temperaturas,
que las defino con mis dedos!

¡No habite mis contornos el furor de los días
sino para alimentarme de un inmenso gozo,
de las montañas no abolidas!



CANTATA DE LOS AMANTES


I


Siendo resabio de la sangre que amanece
el corazón nos convoca a los acordes del día,
antes que colme la noche su ropaje suntuoso
de flores que se agostan y callan, carcomidas;
antes que el vino funesto en el borde amargo
de la mirada comience a insinuar su afán suicida.

Por una vez más, aunque nos ensombrezca
el hueso en flor de tortuosas alegrías;
aunque se libre el valor de mil olvidos
en ruleta de feroces caricias;
aunque, al bajar juntos las escaleras
que nos acercan, nos reúnen y nos fatigan,
algún dolor que fuimos extienda su aceite oscuro
sobre el mirador de la sangre o rosa removida,
por una vez más, crujen y se derrumban
los sentidos, sin que nos velen sus bellas mentiras.

¡Cómo nos regocijamos en un rumor cóncavo de llama,
cómo juntamos el polvo disperso de la muerte sabida
y reconciliamos, al tiempo que las estrellas
espolvorean su nieve dorada, nuestras cenizas!

Si tenemos en el hueco de nuestras manos juntas,
no el fulgor de la llave sobre cerradura enmohecida,
sino el futuro del sol que no ha de pasar para siempre
sobre este lugar tan abierto de tanta hora vacía,
¿quién vendrá, entonces, falso y ajeno, a cobrarnos
el adeudo inflexible de nuestra estancia vivida?


II


La noche vino por el aire de los pájaros.
La quise levantar y establecer entre mis huesos,
pero huyó despavorida abriéndome en el pecho
los seguros dientes que brotan de tus tactos.

Así está concebido que, al paso de los años,
abra a tu música –definitivo y cierto–
mis pausas de ocio, y que de los nudos abiertos
del amor salga la flecha errante de los astros.

Se funda así el lugar cada vez que nos levantamos
para sufrir la jornada entre el día y los sueños,
de donde, con el alma sola que nos queda, ya sin nervios,
queda lejos esa época en que fuimos tú y yo, sin ambos.

Desde todo, desde el centro en donde hemos llegado
nos consta que crece a nuestra medida el tiempo
porque con la mitad de una flor inventamos
el paraíso, y porque perdimos la gloria al perder el silencio.


III


No sé cómo llamarte para que me respondas.
Pasas con tu gran luz sin cuerpo en tanto cuerpo
como pronta abeja hacia el panal oculto,
como un río que transcurre para que siempre lo posean.

No sé cómo llamarte, con nombre de qué cosa,
hasta alcanzar, ya ruinosa la noche,
la altura de los astros que nos permanecen.

Alzo los ojos. Veo el cielo sin cielo de la ciudad,
donde cada uno con su soledad de pródigo,
en el envés oculto de la penuria,
contempla la imagen deseada de sí mismo.

Pero hoy que mis ojos recuerdan la importancia
de los pájaros, la forma en que siguiéndolos
el aire deja de ser un extremo de la tierra,
sigo sin saber cómo llamarte,
como a qué bosque escondido,
donde una vez y ahora coinciden,
donde el espacio último se ha quedado,
pleno, erguido, sobre ruinas circulares.
¿Quién sabe si no será una fantasía?

Ya no más me preguntes cómo pasa el tiempo.
Otro día al morir dejaré, sin sorpresas,
tu nombre en otro cuerpo mendigo de pasos
que conozca cómo lo que queda desaparece
y lo que fluye está ahora aquí mismo.



IV


Perseguidos del sol que arde el camino,
afrentamos los cuerpos cada día en los cuartos
más dudosos, para desplegar la ceniza memorable
que en el mundo son los que se aman.

Las grietas de los muebles se llenan de horas antiguas,
mas sólo aquel fuego que convoca al fuego no duerme.

De aquí, de este lugar gozado a mares
en donde nos vemos salir y entrar a la luz
como aire que a otro aire sube,
¿quién nos va a sacar?

Vamos, ven, vamos a entrar en nuestro lugar,
cumplirlo, antes de que llegue la noche
con su despoblación,
ahora que todos los sonidos han cesado.
¿No oyes que todos los sonidos han cesado?



INFORME PARA INADVERTIDOS

"Si mi tiempo me contradice,
lo dejo pasar tranquilamente.
Yo vengo de otro tiempo
y espero ir a otro."

Franz Grillparzer


Si mi tiempo me contradice
con su amarga canción, declaro
que, en misión de confines,
contra mil vientos aciagos,
vengo de todos los caminos del mundo
y de todos los fuegos explorados.

La luz fuera de quicios
conflagra mis murallas, en tanto
todo se me va dando inútil
y ajeno, muriendo de ordinario,
pues morir no puedo otro día
por más que los hacedores de calendarios
me acosen, afilando sus dientes
en mi pan tierno y ácimo.

¿Qué más puedo decir...?
Sólo me quedo, sólo y desmemoriado.
¿Qué puedo ya decirte si, venciendo mi sed,
ya quema tu vino en mi vaso?

No quiero hablar de la muerte,
porque para serte franco
no abandono el mundo por el mundo,
sino que vengo con tus pasos,
ya míos, de una presencia creciente
corriendo tras el hallazgo,
y no del polvo fugitivo u ocioso
ni del sol que enciende lo soñado.





(NOTA de Contraportada)

El poeta venezolano Juan Liscano dijo que “sus poemas no responden a la enfermedad del actualismo, de la inmediatez, de lo ´pop´y ´beat´. Su poesía de encierros líricos y llaves de nostalgia tiene rica sonoridad interior. Reacciona con un lenguaje imaginístico y metafórico contra el realismo de la cotidianeidad tan de moda por influencia de la poesía norteamericana, la cual ha perdido el misterio de la palabra poética trascendente y simbólica.”

Estancia de los Detenimientos




Estancia de los Detenimientos

(1988-1989)

(Publicado en Editorial Playor, Madrid 1990)


Prólogo

EL JÚBILO DOLOROSO Y DIFÍCIL DE LA ESCRITURA

En “Sueños de Occam” el narrador Alejandro Rossi pregunta: “¿No es una gloria completar un movimiento? ¿No es una gloria volver al centro del cuarto sabiendo que es imposible haber hecho más? ¿No es una gloria prepararse, sin angustias, a rendir cuentas?”
Antonio José Trigo en su “Estancia de los detenimientos” trabaja, con júbilo, dos espacios: el de la cerrada habitación y el del arco exterior, celeste, cuya parte visible podrían ser las palabras con que se hacen los poemas de este hermoso libro (sin rendir cuentas, sin angustia) y cuya parte no visible podría ser la forja trascendente que conforma el aura de sus poemas.
Y por igual, nuestro poeta, complementando y completando el júbilo doloroso y difícil de la escritura, abarca la tradición de su milenaria Andalucía árabe (punto de partida) y el rostro aún no visible de la modernidad, cuyo lenguaje se entrevera a la tradición; una tradición no detenida sino viva; y que precisamente en estos poemas, en sucesión, se entrecruza, vivificadoramente, con lo nuevo, lo actual, reuniendo, completando el arco, fundiendo visibilidad y no visibilidad, en evocadoras estructuras, en suavizadas escenas del Espíritu, aromáticas estancias del ser que se busca cantando y que alrededor de su propio eje circula, no narcisísticamente, sino para orear el alma, dejando que trasude sus reminiscencias, de tradición y novedad.
Poemas que parten de la comunidad, comunican, y desde sus propios flejes en reverberación, crean comunión: la del individuo (poeta) entrañado en su comunidad; la de la comunidad (poesía) entrañada en la totalidad (historia, cosmos, destino). Y con ellos, “Todo queda iniciado. El fin huye”, que es un modo nuevo, un modo fuerte de decir lo viejo, y categórico: ha de haber una iniciación (y nada mejor para ello que la soledad de la estancia) y desde ésta, luego de los recuentos, ha de haber un detenimiento (armonía) que nos revele que no era el fin la esencia de la búsqueda sino, sencillamente, la necesidad de oír, celestial y detenidamente, “la secreta conversación / del agua sin el agua, de la rosa sin la rosa, / del aire sin el aire, para ganar mi certeza”. Revelación zen (satori), sencillez absoluta, sumaria, pero no simplificación. La rosa inmortal y esencial de Rilke ha sido renovada.
Bécquer, centro moderno de la tradición andaluza, española, universal de que participa Antonio José Trigo, ha sido renovado: (Bécquer: “Saeta que voladora / cruza, arrojada al azar, / sin adivinarse dónde / temblando se clavará” — Rima II); (Antonio José Trigo: “Cruza la flecha el fondo avaro del espacio”): el puente entre ambos es claro. Hay destino pero no un destino; hay pulso y lanzamiento pero no blanco ni objetivo (muchos menos, aspiración a una diana de recompensas, triunfos, vanaglorias). O dicho de otro modo, de nuevo recurriendo a las palabras del poeta Trigo: “como el vino es el discurso de la copa” que es un modo nuevo, tradicional, de decir que en esta estancia lo detenido (copa) y lo incontenible (discurso) se cruzan en quietud, se estabilizan en movimiento perpetuo, poético, en un vino que puede reposar y alcanzar forma, una forma, en su contenido, o puede derramarse o ser derramado para el júbilo del cuerpo, del espíritu lector.

José Kozer
New York, 1989.



“No soy más que un vulgar trocito de arcilla,
pero me he asociado con una rosa”,
dijo Saadi de Shiraz traspasando
el borroso dibujo que era,
así, no más que un dibujo borroso
de impropicias circunstancias,
como diciendo: ya ves, siempre habrá luz,
oro confabulado, razón de eternidad,
bajo el arco de la rosa
para andar en hueso y alma.



I

El tiempo aquel sin horas
en el estar sin ser de los relojes,
en esa concordancia azul
que viene de muchos siglos,
abre surcos de inciertas navegaciones,
hace brotar incesantemente
de su sucesión oscura
el ímpetu de la llama
hacia el abierto corazón de los pájaros.

Se hace ala la fiesta alrededor
y entramos de pronto en lo distante
como en un sendero de bosque
que, al no tener huellas,
desimanta el vaciado
del viento, la nube y el ave.

Un rayo lava el agua del río
que ya no vuelve y no protege;
tiempo ardido de no estar y de perder
la ávida furia que corona la corriente.

Así, sin llegar a donde estoy,
la noche se me va por lo amado
y abre brecha en la mañana,
de donde no me queda más que esperar
el arco, el límite, el cielo,
en este lugar sin lugar del poema,
lugar de mis reinos, de mis ruinas,
porque en la estancia a lo más a que se llega
es a no poder llegar, en cuyo secreto:
el sonido del sol trabaja la flor del agua
transcribiendo su salmo de infinito.



II

Hiende el aire nocturno
choque de espadas gentilicias
disolviendo para siempre
la humedad de los orígenes,
la marcha del bosque,
proporción de atmósfera.

El agua mana, asedio cantarino,
mientras los espejos eyaculan
la oculta geometría de las cosas.

Círculos excéntricos
de insaciable llama
vierten libación tornadiza
azumbre a azumbre.
Complementarias inexistencias
que han de aliviar lejanos océanos,
mientras los tiernos orígenes de tus ojos,
como viejas islas, lanzan señales
a donde la noche nunca llega,
y se curva y arde el arco
de tus innombrables dichas transitorias.

Ya no hay reposo para mí en tu búsqueda,
atravesando tu estancia predilecta
entre la delgadez helada de los recuerdos
que respira, ondula, áureos estandartes,
y el encierro de la forma, siempre ardida,
que asume el hueso estricto
de la desubicación, la inflorescencia.



III

En la estancia de los detenimientos,
donde cabe pedir la sustancia de los soles,
la música del agua, la caridad del aire,
sé que todo en mí vive, más adentro aún,
en rescoldo, en voraz relámpago
por el cuadrante absorto de las tormentas.

Ya transcurre el diamante roto de la fiebre
rasgando el espejo desierto de la nula androginia,
salpicando con agua de luna
el corazón quemado de los pájaros,
quiera tu voluntad que pueda ser
tu codificación de toda transparencia
para hermanar los corazones de los árboles
y ponerle alas de dragón al azogue del instinto.

Déjame, amor mío, ser tu ceniza.



IV

Alcabalero de tus cien puertas inconclusas
por las que dejo de ser aprendiz de música,
te pierdo y te encuentro en el orden expreso de la noche,
mientras tu voz retuerce la envoltura
de subterráneas acomodaciones,
y tu mirada mide la caída de las estrellas.

La noche vacía tus ojos
como el frío del cierzo cercena
los ojos de las águilas,
y los cubre de música de avispas.

(Hay el esqueleto del aire solo
corriendo por su marfil el latido de la tierra)

Esta noche no estoy para nadie,
salvo para la primer visita
que a la mañana hace el sol,
como el vino es el discurso de la copa
o por lo menos el de la transparencia.



V

Me llevas hasta donde nos e llega
sin antes salir de todo equívoco prolongado,
flecha cautiva, habiéndome herido,
estableciendo en tu nombre, el aire,
que esgrima en el espacio inmóvil
su tensión cumplida —fulgor sacramentario—
como un vino signado en mil copas frágiles,
mientras, en feraz llanura, los pájaros
se desploman —semillas de alas—,
de la raíz ahondada al alto y semoviente nuberío.

Cruza la flecha el fondo avaro del espacio
donde, pasado el puente de las dudas,
se proyecta enseñanza de amor,
arrebatadora temperatura de jardines
abriéndole a la luna su pulmón muerto.

Me llevas hasta donde tu reverso mudo
solemniza laberinto fundado,
en este lugar sin lugar de la configuración
en el que la ágil luz de los astros
se borra en mil montañas, en diez mil senderos.

Tu luz enarca el zodíaco de la noche
y tu voz quiere ser una sola palabra;
esa palabra piadosa aprendida desde muy niño
que atestigua convenientes mordazas;
con que nada se dice y lo contiene todo,
mientras se deslizan los nombres
de todos los dioses no sabidos,
los nombres que, en probabilidades contenidas,
nos sirven todavía desde muy lejos.

Más allá de tu voz un ilusorio sistema
de historias inescrutables de países y climas,
de inusuales abecedarios transcritos
en idiomas milenarios, incubre y trasciende
el latido de mis amargas reliquias.

Me llevas hasta donde no se llega,
donde escribir un poema no significa nada,
donde dejar la perversa costumbre de nombrar
prestidigitando indecibles providencias
es tender la mano abierta al don oscuro,
aunque prefiero ser por la palabra,
contra el verso conquistado
que ya circula por fuera,
pues solo se conoce lo que se ama,
y si sólo se ama la rosa,
debe esmerarse tan sólo en su cultivo.



VI

Desprendido de hogar, sin saber de ninguna tregua,
llamo a tus puertas inconclusas
tras las cuales el agua pasa,
igual rumor, sin poder ver el paisaje,
y siempre junto a ella, el único impulso,
el fulgor callado, enérgico, del hombre solo.

Todo tiene su secuencia y su término,
que es sentirse, el que mira, ahora adentro,
ante algo que viene del principio o del fin del aire,
donde no hay lugar al dejamiento.

Tal vez es esto lo importante.
queda para siempre, como la rosa,
aquello para lo cual una vida no basta.



VII

Entre el sol de entonces y el de ahora
nada muere, no hay límites.
Al cabo se vive y preguntando en suma;
vidriando esta dolencia inconstante de fantasías,
reciennaciente del tenaz ultrafirmamento.

Con un vacío sin sol en la mirada
lanzamos venablos inútiles
contra el lomo de la noche.

No hay razón más honda que nos venza:
devenir gozosa la mirada hasta dentro,
donde la lumbre sacudida, a contratierra,
aparta de sí la urgencia de su ahilamiento
buscando a cada instante, confiando su certeza,
a la libre circunvalación del sueño.



VIII

Se cifra la noche en la aritmética del fuego
mientras el mar derrama soles:
figuración y fuga
de una incisiva vegetación de alas.
El mar o agua de pájaro contra la roca.

En cada palpitación
un río de llama alza su geografía
y en el ocultamiento de las cosas
el crepúsculo nos muestra sus ciclópeas carnaduras.

En la cárcel lóbrega de la espuma
mi cruz y raya de navegante
en señal de desafío
inquiere la forma del agua
que acrecienta al espacio
de incógnitos estigmas,
y allá en el fondo de tu embocadura,
en la cámara de audiencia del mar,
un imperio tras otro se derrumba
en la atmósfera innumerada de mis naufragios.



IX

Viniendo voy de tu huída,
abrumando la forma, el color, el límite,
esgrimiendo flechas emboscadas.

El espejo se queda, entre los dos, vaciado,
absorbiéndonos en la encarnación del reflejo,
en ese arrobamiento que nombran alma,
más, ¿qué luz, siempre en la danza, nos advierte?,
¿qué cielo en supuesta rama columbra
y riega de estrellas la sangre?

Vuelve el águila sagrada de lo calmo
bajo la tutela del mar que entalla
la vigilia imposeída del sol,
cicatrizando la quemadura del aire,
colgando de las horas vanas,
entre piedra y vuelo, hasta el confín,
donde ruedan términos de lejanía.

Viniendo voy de tu huída,
pues todo es ir sin volver,
demorado vitral de las últimas nostalgias
que estridulan las pupilas de los pájaros,
pues que vives aguardando mi partida.



X

Tras el cerco inaugural de tus incendios
duermen los climas y los mares.

Caído el cielo, huyes por los jardines
suscitando fuentes, donde el corazón
antigravitatorio de la rosa
—lento son de pájaros huidos—
crece desde el fondo de tus ojos.



XI

En el agua ardida de la noche
enarbolas el pulso de mis fingidas muertes,
idéntica en tu luz al sol primero,
mas, siempre queda la otra incertidumbre;
este ciego ver que no se ve que se ve
y se gana lo que se pierde;
este monótono saber que no queda nada
de tanto ardor y tanto sufrimiento
mientras la caída final del astro de los pájaros
se suma en la distancia
para no ser más errabunda materia
entre la granada deshecha del fervor
y la invalidez de todas las consistencias.



XII

Siendo ahora el río donde todos pasan
está escrita en tus orillas
la epopeya de mi sed incalmada.

Siendo ahora el río donde todos llegan
tu voz sostiene un momento de luz
y se afana en verberar las arboledas.

Agua, y agua, y agua, y agua…
aguardando el retorno de las aves.

Agua aterida buscando, bajo diversas lunas,
su reforestación de mil soles.

Siendo ahora la noche donde todos quedan,
tu piel de arena la mar ensalma.



XIII

(Leyendo el Mathnawi de Jalâl al-Din Rûmi)


(Los crepúsculos ocultos en las auroras,
y las auroras preñadas de crepúsculos)

Miro al fondo de tu mecánica celeste
invalidando los veneros que mueven
la piedra de molino del universo,
reclamando tus aerolitos, tus lúnulas.
Así, perdido en la ciencia que te nombra,
tenso en silencio, en indefensión,
el arco de los sentidos que te saben,
y en pos de la muerte con que me matas voy
como una nube por los caminos, desuncida,
a ras de horas de los pájaros,
va a ninguna parte a perderse siempre.

Todo es hueco, danza helicoide,
más allá de las hogueras furtivas
donde el peso de tu imagen disparada
mella el filo del viento y de la nieve.



XIV

Dardos de jazmín marcan todas las horas,
mientras los pájaros sin geografía
me dictan la lectura de silencios
y el musgo de la arboleda
lo propio de su sueño milenario de islas.

Rumbea la nostalgia, en manantial feliz,
frangible el pulso que me veda el mundo,
y despunta otra hora que no es
donde el vino del ardor se escancia.

¿La imagen, no existe…?
Sólo verbo, gracia y pájaro.

Germinación de vuelo, me queda a guardar
sólo el centro dehiscente, volcando mi ceniza,
pues sólo soy la paráfrasis de tu nombre olvidado.



XV

Como la sed le pide al agua
su efigie de materia solar,
voy por el camino de ti,
cendal de niebla contra el olvido.
Hacia ti, cumplida la llama,
hasta alcanzar el grado de lo subsistente.
Hacia ti voy, hasta conciliar el pulso
de mi corazón durante un año
con la hermenéutica de tus dones
que el ala suspensa consiente
contra la raíz requebrada de la sangre.

Siempre yendo hacia ti, conculcando fuego,
saltando todas las consistencias,
pitagorizando mi ser en arboladuras breves,
ya me acreces o me niegas
dentro de la estancia segura
donde la hora tiembla y cae,
como el agua le pide al agua
con un murmullo lento sobre quieto estanque.



XVI

Contemplo mi caída,
este caer sin llegar
proyectado desde adentro
que me conduce del silencio
a la nieve y de la nieve al vislumbre.

Cada ala precede al renuevo,
simula luz hendida
entre el sonido y la piedra,
entre la claridad inmóvil
que incinera su término
y el árbol impune de mis venas
que sostiene su minuto de aire.

La sombra de ser hombre
se queda sin atmósfera
en su empeño de inmaterializarse.

De pronto se oye latir
el fondo mismo del eco
—lo que la nieve hace oír,
la nieve sobre la nieve—,
trayendo a mi memoria
no sé qué desolada tortura,
y la danza del fuego
arrasa brumas,
y el agua escapa de su forma
al margen del peso de cada caricia,
y el movimiento desemboca
en el acto mudo e inerme
donde se afirma —don de llama—,
en noble ceniza de pájaros,
esta mi muerte.



XVII

Echo por dentro la llave, fervorosamente,
y me pongo a escribir, a descifrar
el eco atroz del idioma, cuando es la noche
noche de la noche que me pierde;
cuando, sin pie, sin ala, ya descansado
de todos los caminos andados
en la zozobra, en el exilio,
hallo mi ley conculcada
a la hora final del aire y del día
y vivo un poco con mi propia muerte.

El peso de la tinta soporta crimen estéril,
promete arroyos entre la lira y el acero.
Así fluye el dardo tenaz de la escritura,
manantial de retorno a su vocación de nieve.
Fluyen las palabras o máscaras bien adheridas
afianzando su velo, o disipándolo;
memorias fugitivas que no se detienen ni se demoran
derogando las leyes del horizonte,
recorriendo la forma de mi fervor caedizo.
Ah caridad del silencio junto a tantas fingidas muertes.

Sólo queda en paz, al reverso de las horas,
la rosa girante del poema interdicto
en el fondo avaro del silencio,
para no ser ya más leído, no negado.

Entonces la maniobra abierta del instante
expresa de pronto todo lo que es preciso oír
hasta llegar al páramo, en fértil consunción,
en continencia de pájaro huyente,
donde redimir nostalgias con sabia desventura,
donde imprimir otro vértigo a luz más cierta.

Nada quieras, pues, saber de mi pasado
porque siempre ocurre lo que es de esperar
cuando todo lo que se aleja vuelve a su ternura.

No hay hechos memorables, sucesivos.
Lo que se vio una vez se vuelve a ver igual,
aunque en distinto grado.
Es más, del jardín la rosa no se forma dos veces.

Aquí me quedo, aquí me quedo,
donde duermen las cosas, sus ecos, sus lugares,
sin saber cómo llamarte para vivirte
porque el encontrarte se te pierde con saberte.



XVIII

Circula por la estancia de los detenimientos
llena de lámparas abatidas y muebles enfundados
el sueño perdiendo su derrota.

Es como si nunca hubiésemos estado aquí,
donde las palabras como incendios
se llenan de día o de noche
devanando las horas de otros tiempos.

Ya nosotros dos, sin ambos,
contra el derrumbe de la historia,
en el acto de conocer,
y con el don de nombrar,
de esculpir en fuego,
¿quién nos buscará por donde no hemos ido?



XIX

Abriendo otros caminos a la noche
siempre veré todos los tiempos
como un solo día, que dura y pasa,
porque siempre reobra el cilicio
la umbrosa reciedumbre del clavel
y se cierne para el vértigo
el arco de tu propia resonancia.

Todo queda iniciado. El fin huye,
a medio hacer la secreta conversación
del agua sin el agua, de la rosa sin la rosa,
del aire sin el aire, para ganar mi certeza,
para escuchar un pensamiento compartido,
para confiar en el mañana, voluntad de amor,
y en tus ojos, firmes en lo que sueñan.

Es ahora la hora de cerrar el libro para siempre
—veredicto de la primera página—
porque tal vez es la palabra lo que sobra,
porque todo es siempre en la noche vindicativa
ya que nunca es ni antes ni ahora nunca.
Al fin y al cabo, el fuego que nos acerca nos separa.

Esquemas para una decoracion del agua




Esquemas para una decoración del agua

(1989)

(Publicado en “La Cuerda del Arco”, Sevilla, 1990;
y corregido en el año 2000)



“Si te abres paso al corazón de una gota de agua,
mil océanos puros emergerán de ella.”

Mahmud Shabistari
(siglo XIII)



I

En el nombre de la más alta estación de lluvia
algo pugna por salir de su firmeza como pugna
la ebriedad del vino en el fondo de cepas milenarias,
pero no se sabe por dónde va a brotar, allí,
donde el frío de las piedras corre por el bosque,
allí, donde la redoblada sed afirma
la sentencia estoica de los terrales.

Todo empieza sin ninguna duda
cuando el viento tenaz asola corazones de niebla
dejando ver cómo el horizonte urbano se inedita
a la distancia, con todas sus sombras sin amor logrado,
mientras los desfiles de paisajes,
que siguen los ribazos al decurso de la arena,
reclaman, contra la erosión, la piedra dura
que amontone las horas hasta el cielo.



II

Al abrigo de la espesura, desde abajo de todo,
estalla el corazón violento del agua
entretanto celebran su conquista
los mil ídolos del sol derramando
la ceniza de la noche sobre el revés de los días.
Porque escondiéndose debajo del agua
como el aire se esconde en la voz,
la noche siempre sube de la tierra
sosteniendo una contemplación
de árboles con sus sombras encendidas.

Incluso del musgo que sube de los estanques,
aljibes y fuentes, entre el lodo, las rocas,
los insectos, hasta los dones de la tierra
que se van desagregando como últimas monedas
o diezmos sin rencores (no hay más cuando se quiere),
todo afirma el dominio de la noche.

A partir de ahí, la tensa vigilia de la luna
entallece el agua como un espacio en ciernes
de flor futura y desvertebra la osadía
de sus crespas ondas para que dure,
como magra lluvia, en los días secos,
porque la luna no ocupa lugar en la luna
al comprender un nombre oculto de río
sobre mil montañas como la espada comprende
la herida, y porque donde estaba la noche
finge otra noche al disecar la nostalgia del abismo
contra la obstinación imperturbable de las brumas.

Retratos del agua bajo la noche hundidos,
retratos que el tiempo de la sed acaudala,
porque el agua no distancia, ciñe,
aunque el agua ya no sea la misma en busca
de su mar cautivo hacia no se sabe dónde,
donde “hasta siempre” es tan nunca siempre,
para luego volver como lluvia de muy alto
a dialogar con la germinación de los trigales.

¿Dónde, pues, aquel sólido diseño del agua?
¿Dónde sus bellas furias, hacia qué rumbo oceánico?
¿Dónde sus ocultas pulsaciones doradas?



III

El agua no nació para el quietismo,
rotando en el azogue su elipse mínima
como un relámpago de aguas juntas.
Efímero es su símbolo aciago:
agua que busca la joya del agua
entre mil soles despedazados.
Tan solo después, llena los desiertos
con sus rotundas consunciones,
turba el viento oscuro que mueve
las sombras de la hierba y vuelve,
desbandada, al seno de la luna
donde, para cumplir un último destino,
deposita su arcón de secretas agonías.

Ningún río persiste y, sin embargo,
todos son (incluso aquellos ríos ciegos
y desordenados que no encuentran el mar
donde consumir su nostalgia, que vuelan
en nube cuanto se niegan en cauce;
aquellos ríos inválidos que callan
una canción de campos sin trigos,
de tierra rasgada para ser agradecida).

Aun así, todos los ríos son el mismo río
que se afana en seguir la línea horizontal
que dibuja una mano incógnita, insosegable,
a que está condenado por su origen
de nieve perpetua, de igual modo que todos
los trigales son un mismo trigal enardecido
que anhela ser una miga de pan amasada
por unas manos sedientas de harina y agua.

Pero hay un río en el río que es el río de todo.
Con la arcilla que memórase en sus márgenes
talla para mi sed de todos los caminos
–ya que muero de agua–
la lividez anónima de un esbelto cántaro
que pueda colmar el fuego de la vida.

Agua sin latido, sin onda, sin orilla.
Agua y, sin más, fuego, que torna
a su quietud, saliendo de su agua
como del molde justo del agua primera.

Fuego libre de pájaros que se revuelca
entre el horizonte incapaz de regir
su impaciente manubrio, y la luna
que ahorma el sonante golpeo
del puñal de plata de un viento convocado.
¿Cómo, entonces, del agua negar la corriente
o pasar sin quedar en clara luz serena,
cuando el agua guarda la desazón de los pueblos
y devora el surco manumiso que la nutre?

Si sólo queda la forma de su incendio frío,
mejor dejarla así, sin que la turbe nada.
Después de todo, antes del agua que llamamos
sin voces laceradas que la digan,
existió el rumor que nos nombra
en curvas de gozos temporales.



IV

El agua cubre de ciegos centinelas
los inciertos caminos hace mucho tiempo
deshabitados, y enseña cómo se van los hombres
como quien teme a la noche de ojos de fuego
con cierto aire de rehén de la ceniza.
Por eso el río, que está en la fuente,
sin embargo, continúa, pese a las lóbregas breñas,
con la misma exacta mansedumbre
con que el hombre, que no es más que agua
y aflicción de agua, desciende,
con su vocación de ciervo acosado,
a confundirse con el objeto de su áspero oleaje,
en esa transparencia amanecida
donde se acomodan los frutos del relámpago
como en muro de piedra se acomoda al águila
estructurando su imagen para el vuelo.

¿No es justamente pasar del hueco helado
por donde se fuga lo perpetuo?
Si esto es así, ¡no puede ser de otra manera!,
¿por qué los peces no cercenan el agua
como la carcoma en los muebles?



V

“El tiempo es aún un mar sin orillas.”

Ernst Jünger


No más que agua y aflicción de agua,
el hombre se desviste y, en su desistimiento,
sabe, de pronto, dónde se aposenta aquello
tan otro que es ser él mismo en pie de muerte.
Nada le protege de los oscuros fuegos,
ni siquiera el corazón de los pájaros que cesa
de acelerar su ritmo y da tumbos y tumbos para siempre
bajo el lento remolino de oro del crepúsculo
que se inscribe entre sus ojos y la sombra de sus ojos.

Todo le desposee, como el llanto que bate olvidos
y se irradia hasta hender un hoy que no se rinde
a ser memoria de bronces historiados.

Todo se da prisa a desmentirle.
La voz ya no intercede su mayoría inválida,
porque uno sólo puede hablar con sus voces,
suspenso de otras vidas, y porque no hay artes de morir
sino rumbos desconocidos de sangre mayor.

El hombre ya no sabe qué decir,
ya lo ven, ¡tantas cosas!, mientras exista
la memoria locuaz de la familia
en ardientes mañanas, tan remediadoras,
navegando en la tierra anegada,
nombrando borrosas escaleras, plazas, parques,
y las añaceas de los pueblos del pasado.

En vano es el cuerpo de todo cuanto se abre
entre la semilla que se coge del viento
y la flor que quiere hacer y hacerse fruto.
Sin embargo, ¿quién efunda el impulso
de la mano sobria que arroja la semilla
al surco, que aviva las rodantes cenizas
del júbilo hervor de ocultos crisoles
que recuece el pan en la marmita?

Inútil, pues, correr, precipitarse,
mientras se cierra la cuenta de los días espoleados
para ir de bruces a donde la danza del horizonte
apura, en el febril desdibujo de una llama,
el impulso feroz de los latidos.

La vida entera, ¿qué poca?
¿Qué asir sino aquello que se escapa?
Lo que fue un día claridad en la memoria
hoy es ala que cicatriza mientras sube.

No hay nada más que explicar:
el tiempo es aún un mar sin orillas,
y al hombre ya no le queda más que ir
cayendo de bruces de sueño en sueño,
en lenta ubicuidad, en labor de ceniza,
porque, ¿quién que es no ha sentido
en el lugar del corazón la luz de cada instante
como adentro del fruto la semilla?,
¿quién que es no se ha detenido a mirar,
por el revés del óxido de todas las ventanas,
sus años primeros, y ha sabido, de pronto,
que ya no le queda nada sino averiguar
la calidad del tiempo que ha de caer, inexorable?

Uno pierde la voz, todo sentido,
mientras muere de sed junto al estanque.
Uno cómo persigue en la luz
el momento sin orillas ni desgaste.
La derrota callada de una antigua certidumbre.
La desaparición cordial de la memoria
por esos espacios impunes donde, solísima,
se alcoba la tierna sinrazón de las quimeras.
Y por una vez más, la palabra intentada,
sin premura, que trae el inverso contorno
de la noche y su adivinación de estrellas.

Pero basta ya de derrumbes tercos
y vacías coronaciones ahora que es tarde
y sobre el fondo del cristal llega el invierno.
Ahora es preciso atesorar el pulso animador
que se abre a la celeridad de la vida
y reir y serenarse como nadie lo hizo mejor.
Ahora es preciso cantar de vez en cuando,
antes que se columbre el último telón
y la malicia del fuego reclame su parte,
contra la oscura multitud siempre en acecho
que embosca, a cambio de unas míseras monedas,
la luz de la tierra y el mirador de las sangres.

Aun así, cae y cae sobre la espalda
la gravedad desnuda del látigo
como la arboladura de un velero
de inseguras carenas cae al mar,
o como cae el azadón sobre la duramadre,
en este no poder salirse los pájaros
de la mirada –huéspedes secretos,
que son omisos, aunque ágiles y gozosos–;
en este no desear ya nada y no esperar
ya nunca esperar algún día;
no poder, siquiera, continuar esperando
esa variante súbita del sueño
cuando en la noche el corazón se entrega,
porque real es sólo lo vivible,
este delirio de tanta luz y tanto aliento,
esta vida que se espera mientras pasa,
que no ha de ser o que nos deja.


VI

¿Qué tiempo es éste que no deja ser
al hombre por esas avenidas inconclusas
donde guarda su materia muchas noches,
donde, a salvo del aire que agosta,
ventila la greda removida
como si hubiese recibido la cara encomienda
de vengar su propia urgencia de calcio?

Llamado a contar siempre las mismas hazañas,
se suma al sacrificio de cambiar lo posible
por lo cierto, porque, en ocasiones,
es necesario elegir algo por certeza
y descifrar cuántos silencios hay en el silencio,
no dejando otro clamor que este de cada día
unido para siempre a la avidez de la tierra.

Desnudo, desarmado, vencible,
¿hacia qué playa brusca conduce
la flor primogénita de sus calcificaciones?
Persiguiendo la sed de infinito de sus sandalias
entrega la imagen febril de su júbilo
a la oscura potestad y desliga la mirada,
con sorda lentitud, de la pulcra extensión
donde se han quedado dormidos los nombres
de las barcas que vienen de regreso,
pues pronto el sol irá de puesta.

Como quien tiende las manos hacia el mar
denuncia en la arena sus rastros subrepticios
contra el reflejo calmo que inventa el agua,
y halla, una vez que atestigüa su carne movediza,
la forma de transitar su extrañeza
con un nudo de sol en la garganta,
ya que provisoriamente mañana será polvo
en las sandalias de los que han de venir.

De nuevo a los naufragios que lo dispersan,
en inexactos puertos revive
viejos vaticinios incumplidos
y descarga gimiendo todo el vino
y todo el cereal crecido allá lejos
en la extrema quietud de los llanos.

El agua lo invade y lo confunde en agua
oceanizando su sed de un Dios cierto.
En eso sólo consiste el oficio humano:
en ir a morir pronto al no ser más que agua,
porque al final sólo queda no el agua: su decoración,
en donde no tiene donde el recuento feliz
de lo lejano, lo muy lejano, lo más lejano.


VII

Para lo que no se recobra,
lo mismo es un río que un mar,
de donde es un mal de hombre:
siempre desgranar las falsas pedrerías
de las brújulas que, inútilmente,
enjaezan el tósigo azul del ocaso;
siempre recomenzar, tras la médula gris
del desasosiego, la inequívoca biografía del mar.

No obstante, todo hubiera sido en vano
de no haber sido por las exigüas palabras,
cada día más indóciles,
con que el hombre tala el bosque del silencio
y nos recuerda que todo transcurre
(que es de lo poco que tiene a favor)
como al agua se lo recuerdan
los remos de las barcas que lo cruzan.

Condenado a escuchar únicamente
la canción de ciego que el mar entona,
al hombre no le queda más que aclarar
sus sonidos en el sol del crepúsculo
y guardarlos para el futuro amanecer,
porque el mar, por así decirlo,
siempre ciega al corazón que canta,
enseñándole a saber el silencio,
vaiviniendo su paso, no su historia.


VIII

Sílaba bronca lejos de los atrios
de la nieve, bulléndose con el viento,
al mar lo han encontrado muerto
varias veces de espaldas al cielo
y con tierra sobre su frente hermosa
(¡qué lívida luz o advertencia
había en sus huesos comidos por el aire!).

Las gaviotas reventaron sus ojos
una vez, un día, y se comieron
su corazón (dentro de lo posible,
porque jamás pudieron asomarse
a sus ojos ni hablarle a su corazón).

¿Quién besará ahora sus labios,
sobrecogidos de olvido, quién sabrá
de sus cercos, quién se alzará,
con sigilo lento y misterioso,
en el sitial convicto de su agonía?


IX

“¡Qué cosa más extraña: el barco está en el océano!
¡Mira ahora: el océano está dentro del barco!”

Shayj Abdalqadir al-Yilani


Miro hacia el mar
(algo así como una puerta batiente
que se abre interior dándose a cada rato
contra la rosa abierta del horizonte
que cesa de alejarse),
sabiendo que al otro lado del mar
y su vorágine, parece posible reconstruir
algo que nunca ha rozado la muerte
y guardar este mar entre las horas,
porque hoy siempre será todavía
–como dijo el viejo trovador
que tanto sobaba el río–,
y porque no solo viajamos a través
de la carne, aunque dejemos al cuerpo
entenderse con otro cuerpo
en obstinado coloquio amoroso,
no solo en la ebriedad de su huída
del tiempo a la mentira,
también en la conciencia de suceder
en todas partes desde adentro de sí cada historia,
como viniendo de más abajo que la sangre.

Pero he aquí que el mar, que es mi fábula,
sin inscripciones y exergos que celebren
su memorable historia, siempre me espera
como un viejo rencor, aunque no sepa
quién lo incendia, quién designa su espacio
para un tiempo tan breve, quién disipa,
por rutas ignoradas, la tiniebla abundante
de la rosa, quién legisla las horas ovales
del reloj nocturno de los muelles.

Ya mis naves dispuestas como siempre a partir,
a dejarse exornar con inconclusas carenas
para ir ocupando posiciones cada vez más lejanas
(ya se sabe, un barco es más barco en alta mar),
sigo mi propia luz de rumbo a cielo abierto
con la tabla de mis últimos naufragios
que envuelve al agua y la detiene,
conduciéndome en retorno hacia la fuente
donde el verano esconde, como lluvia extraviada,
las aguas inversas que remontan los ríos,
que declinan, bajo las piedras y las horas,
mis márgenes de sed y paciencia de animal profundo.

Ya el mar dentro del barco, da golpe morirse así
sin invocar en las semillas la constancia del viento,
sin sellar la caricia de este mundo uno y común;
da golpe que el resplandor del día en que mis ojos se pierden
me mate con alegrísima saña sin antes desdoblar las palabras
que son, a menudo, moneda de tercos soles la sílaba.

Pero así es este lugar donde el mar, ola tras ola,
viene triturando la lejanía, y me roba el paso,
y ni siquiera evita el ardimiento del corazón;
de donde ya sólo me queda abandonar, dejar sin mí,
esta luz arrebatada sin lujo de recargo,
y caminar y caminar sobre aguas más limpias,
a fin de reglamentar mis silencios antes que esperar
cómo salen las voces que de tan lejos me acompañan,
porque no pulo mis recuerdos para que se deslíen en paisajes
y porque no soy dueño de la luz detenida en mi mirada.


X

El mar, llamémosle así, fue siempre mi herida,
mas también fue la excitación vencida de mi mirada.
El mar, el mar, reanudando una y otra vez
su precario oficio de marcar el paso de las lunas
sin saber si es un ala caída de no se sabe
qué comba agonía del aire, un espejismo
de mirada candidísima que se beben
los pájaros al girar una rueda de estaciones
o una lluvia extraviada que se olvida en sus memorias.

Aquí me quedo, lejos del mar, a un paso,
como quien vuelve de un largo viaje
a lo que siempre fue cuando no era un adarme de sal,
a lo que nunca dejó de ser siendo un adarme de sal,
sin hacer inventario de restos en la arena,
aunque (siempre que la noche insidiosa lo permite)
le digo al mar que venga a sentarse a mi mesa,
porque –oh paradoja– he de subsistir
como el agua subsiste a pesar del cierzo o la sequía.

Entonces, rota la imagen inventada desde la niñez
y sin espejo donde estar que especula,
el mar me lleva así de la mano y me enseña
que soy, como todo hombre, de la luz que me sigue.


Conil (Cádiz), verano de 1989.

Todo lo mas por decir


Todo está dicho ya, pero como nadie escucha se tiene que volver a decir. Todo lo más por decir. He aquí la labor del poeta a lo largo de los siglos. Al fin y al cabo, la poesía es de y para sobrevivientes, y ha de estar hecha, como dijo alguien, “con el sosiego de jornadas obligantes”, forjada a lo largo de la vida, a lo ancho del mundo y su misterio.

Todos los poetas dicen “de otro modo lo mismo”, pues —parafraseando a Juan Ramón Jiménez—, todos los poetas son hijos de un país hecho de “bruma, oro y resignación”. Se podría decir incluso que la poesía es “una sola palabra en una casa de espejos” (Roberto Juarroz). Y así podríamos comenzar a hacer digresiones, a plantear “poéticas” y “estéticas” que, como no, cada cual debe tener, pero que bien debe guardarse de prescribirlas públicamente.

Mientras tanto, hoy por hoy, una gran mayoría de personas consideran a los poetas como unos de tantos que solo viven en la memoria de estudiantes de literatura o de críticos desocupados, quienes, con alfileres en la lengua, perdidos en elogios extravagantes y en vehementes condenaciones, especulan sobre lo que no expresan y lo que no desean decir los autores. Así se consideran a los poetas como unos simples cantores sentimentales o unos eslabones literarios. Pero muy por encima de todo esto, la poesía se hace parte necesaria de la conciencia humana y fuerza inextinguible que a cada edad comunica impulso y aliento. Qué mejor que la poesía para ostentar cada vez más veracidad, por encima de las piaras dominantes del presente que rechazan —no comprenden— a la hermosura, incapaces de satisfacer sus sed de hombres con el agua justa y el exacto manantial.

Como gran justiciero, el poeta es gran unificador. Clama contra los que dividen, por soberbia, la unidad del lenguaje, y lo hace variedad infinita de acordes, incansablemente.

Pero, ¿cómo publicar —argumentarán algunos— sin sacrificarse en algo a la tendencia o el grupo vindicativo y omnisciente, para ser comprendido o admitido? Uno, en realidad, se expone a diario a la condescendencia de todos, mucho más si no se instala en el seno de una generación o grupo y deja correr las cosas, dentro de ese mecanismo de los resentimientos concretos o difusos, de los resquicios de envidia combatida, a veces encarnizadamente. La independencia es imperdonable, ya que entraña algo que separa de la contaminación y del ajetreo humanos, del servilismo de opereta y la drogadicción dirigida. La entrevista radial, los enlaces comunicativos de nuestros días. Las letras apuntan hacia un arte de muerte. Y más la poesía, por cuanto ésta dispone de una calidad de atención que no tiene la novela, por ejemplo.

No hace falta más que observar el panorama literario actual para darse cuenta de cómo hay cada vez más poetas “infiltrados” en la novela, en cuanto que persiguen la “sensación” y la “utilidad”, optando por el ruido y la confusión, en un mundo donde poder soñarse el irreal de sí mismo, antes que optar, seguir optando, por el monólogo ardiente y continuado con uno mismo, el soliloquio por la raíz de su propio ritmo, el diálogo, en suma, con las formas, con el objetivo de abrirse el pellejo y mostrarse, lejos de proyectarse hacia el futuro, “lejos de empacharse en lo que al alma impide y embaraza”, por decirlo al modo garcilasiano.

Pero ya los poetas parecen no estar interesados en regresar al reino del mito (¡cuidado, que digo “al reino del mito”, y no a esa mitología de culturalismo recalentado, distante del ritmo natural del poema!); no, ya no parecen estar interesados los poetas en regresar al reino del mito, como la mejor forma de vencer a la época, sino que se interesan en crear ficciones, narrar historias recargadas de embelecos comerciales, respondiendo exclusivamente a la llamada de lo inmediato, suscitando paradójicas ansias, ebrias de eterno. Así, de una escritura requerida por la emergencia (la poesía), pasando de esta manera, a formar parte de esa valoración mecanicista finalista que rige nuestro mundo y, como tal, configurada y formalizada por la norma que rige el valor de la literatura como objeto de mercado.

De hecho, parece ser más rentable detenerse en lo que se sabe, convalidado por el éxito y exaltado por la fama, que nadar contracorriente, con los testículos bien puestos, con la inteligencia alerta y la ética definida.

En fin, ¿por qué andar tras algo de lo que jamás hemos sido privados?


Antonio José Trigo

(Artículo corregido del publicado en la revista Ritmo de Viento, nº 3, 1989, Utrera –Sevilla, pp. 50-51)

26/11/08

Dedicatoria de Juan Liscano

“A Antonio José Trigo, poeta andaluz, no visigodo, por eso dueño de un lenguaje que escribe la “otredad” de la poesía”

Juan Liscano
(3-Julio-1991)

(Dedicatoria de Juan Liscano en su artículo-encarte titulado “Aquel amanecer de agosto de 1936”, aparecido en el nº 433-36, julio-octubre de 1986, en “Cuadernos Hispanoamericanos”, Madrid)

A propósito de “Rapsodia de lo oscuro ofreciente”

“El epígrafe de Porchia me dice que eres tú uno de los secretos pero innúmeros lectores que tiene Porchia en España, aunque más me dice tu libro. Un libro que quiero leer como la búsqueda de una metáfora: la del cuerpo, aunque no sea explícito, que se asume como una contraposición de aquello que postulaba San Juan: la oscura noche del alma. Y como postula ese otro místico contemporáneo que debes haber leído: José Ángel Valente. Un cuerpo, si quieres, en su momento exultante que es la luz en tus textos, porque —a pesar de tu título— tus poemas —cuyos versos me gustan precisamente porque están trabajados como versos— están llenos de luz: la luz que presenta la escritura del cuerpo como anonadamiento. Y esa es la radical novedad en ti: posibilitar otro contenido (en francés petit morte es lo que llamas “nudo de agonía”) al vacío y la nada en el momento mismo en que, transformado en oxímoron, existes porque “alumbro el deseo oscuro de ti”. Precisamente porque no existe otra forma de oponerse a la rosa de las ruinas que transformarse en “anhelo de ascensión” para llegar a Florángela —el centro de tu visión y la razón de tu poesía que, a través de todo tu libro, mantiene el mismo canto rapsódico —característica, según Pozanco, de un poeta postmoderno, o de lo que él llama poetas del Resurgimiento—, pero que alcanza su punto extremo y su más alto signo en tu bellísimo Fragmento XV —un punto muy alto en la nueva poesía española que, a su vez, remite a Goethe, pero también a Juan de la Cruz, entre otros de tus excelentes Fragmentos, como el XVI, o como el XI. Tu poesía, que es rapsodia, pero también concentración, me recuerda a Jaime Siles cuando ambos concentran sus elementos hasta ser conceptuales —y eso, sin dejar de ser permanente, es también un signo postmoderno que, por tu edad, y en España, debe haberte alimentado.”

(Enrique Verástegui, escritor y poeta peruano, en carta personal al autor, fechada en San Vicente de Cañete —Perú—, el 10 de setiembre de 1989)

A propósito de “Estancia de los Detenimientos”

Prólogo de José Kozer a “Estancia de los Detenimientos”


En Sueños de Occam el narrador Alejandro Rossi pregunta: “¿No es una gloria completar un movimiento? ¿No es una gloria volver al centro del cuarto sabiendo que es imposible haber hecho más? ¿No es una gloria prepararse, sin angustias, a rendir cuentas?”

Antonio José Trigo en su “Estancia de los Detenimientos” trabaja, con júbilo, dos espacios: el de la cerrada habitación y el del arco exterior, celeste, cuya parte visible podrían ser las palabras con que se hacen los poemas de este hermoso libro (sin rendir cuentas, sin angustia) y cuya parte no visible podría ser la forja trascendente que conforma el aura de sus poemas.

Y por igual, nuestro poeta, complementando y completando el júbilo doloroso y difícil de la escritura, abarca la tradición de su milenaria Andalucía árabe (punto de partida) y el rostro aún no visible de la modernidad, cuyo lenguaje se entrevera a la tradición; una tradición no detenida sino viva; y que precisamente en estos poemas, en sucesión, se entrecruza, vivificadoramente, con lo nuevo, lo actual, reuniendo, completando el arco, fundiendo visibilidad y no visibilidad, en evocadoras estructuras, en suavizadas escenas del Espíritu, aromáticas estancias del ser que se busca cantando y que alrededor de su propio eje circula, no narcisísticamente sino para orear el alma, dejando que trasude sus reminiscencias, de tradición y novedad.

Poemas que parten de la comunidad, comunican, y desde sus propios flejes en reverberación , crean comunión: la del individuo (poeta) entrañado en su comunidad; la de la comunidad (poesía) entrañada en la totalidad (historia, cosmos, destino). Y con ellos, “Todo queda iniciado. El fin huye”, que es un modo nuevo y categórico, un modo fuerte de decir lo viejo, y categórico: ha de haber una iniciación (y nada mejor para ello que la soledad de la estancia) y desde ésta, luego de los recuentos, ha de haber un detenimiento (armonía) que nos revele que no era el fin la esencia de la búsqueda sino, sencillamente, la necesidad de oír, celestial y detenidamente, “la secreta conversación / del agua sin el agua, de la rosa sin la rosa, / del aire sin el aire, para ganar mi certeza”. Revelación zen (satori), sencillez absoluta, sumaria, pero no simplificación. La rosa inmortal y esencial de Rilke ha sido renovada.

Bécquer, centro moderno de la tradición andaluza, española, universal de que participa Antonio José Trigo, ha sido renovado: (Bécquer, “Saeta que voladora / cruza, arrojada al azar, sin adivinarse dónde / la flecha se clavará” —Rima II); (Antonio José Trigo, “Cruza la flecha el fondo avaro del espacio”): el puente entre ambos es claro. Hay destino pero no un destino; hay pulso y lanzamiento pero no blanco ni objetivo (mucho menos, aspiración a una diana de recompensas, triunfos, vanaglorias). O dicho de otro modo, de nuevo recurriendo a las palabras del poeta Trigo: “como el vino es el discurso de la copa” que es un modo nuevo, tradicional, de decir que en esta estancia lo detenido (copa) y lo incontenible (discurso) se cruzan en quietud, se estabilizan en movimiento perpetuo, poético, en un vino que puede reposar y alcanzar forma, una forma, en su contenido, o puede derramarse o ser derramado para el júbilo del cuerpo, del espíritu lector.

José Kozer



“Con prólogo del poeta José Kozer, Antonio José Trigo, acaso uno de los más sorprendentes poetas jóvenes iberos (n. 1961, Sevilla), en un poema de XIX cantos logra verso a verso penetrar con su palabra en las zonas híbridas del ser y del no ser, de lo poético como vivencia y la poesía como escritura, para negarle al hombre su sed de razones, de explicación para cuanto lo rodea. Acá, la urdimbre del poema tiene como fin develar al poeta en su actitud creadora. En su relectura, sólo en ella, aclara el lector cuanto le revela el poeta, iniciado en las supremas vaciedades del sufismo literario”

(Humberto Senegal, en la revista Kanora, nº 31, Año 7, julio-agosto-septiembre 1992, Calarca Quindío, Colombia, p. 32).




“Es un libro bellísimo, maduro, (…) es uno de los más bellos libros de España. (…) Se percibe, a primera vista, y comparándolo con tus libros anteriores (sobre todo con el primero, pues el segundo, que es una plaquette era como un paréntesis) que sabes exactamente lo que deseas, y que, sobre todo, lo has conseguido, sin (y esto es también interesante) abandonar aquello que constituía tu primer libro. Pero este está enteramente maduro. Como dices en tu poema IV:
“como el vino es el discurso de la copa
o por lo menos el de la transparencia”

(Enrique Verástegui, escritor y poeta peruano, en carta personal al autor, fechada en San Vicente de Cañete —Perú— el día 3 de noviembre de 1990)



“Antonio José Trigo es un poeta valiente que se niega a reconocer las poéticas “geniales” que la crítica impone y se resuelve contra ellas para reivindicar un mayor compromiso con la palabra lejos de todos esos aburridos sonsonetes que conquistan los mayores laureles, Trigo lucha por despertar a la poesía de su letargo; acusa a los más jóvenes poetas de estar convirtiéndose en simples funcionarios al servicio de las grandes editoriales y les insta a la rebelión. Como el cuento, Trigo se niega a reconocer el inexistente traje invisible que, según una crítica oportunista, adorna a la poesía actual y que todos simulan ver; de esta forma descubre el engaño. Su mejor arma es “La Cuerda del Arco” que bajo su dirección se tensa para arrojar los dardos contra el oportunismo poético. Una revista que ha acogido a poetas hispanoamericanos, cuyos versos poseen la frescura y el vigor necesarios para que la poesía siga latiendo.
Pero mucho nos tememos que Antonio José Trigo predica en el desierto. La excesiva tolerancia que impera en nuestra sociedad ha afectado también a la poesía. Ya han pasado a la historia las disputas acaloradas, los encendidos manifiestos, las reivindicaciones apasionadas; por consiguiente, las denuncias de Trigo son por lo general ignoradas, y su obra corre el peligro de ser condenada al ostracismo. Sin embargo, al leer su poesía y sobre todo “Estancia de los detenimientos”, comprendemos que Antonio José Trigo no es un poeta dogmatico. Sabe decir lo que siente, sin abusar de tópicos, ni de absurdas lindezas y mucho menos de inútiles piromanías, apartándose con sumo cuidado de todas las tendencias que el estrechan el terreno. Bucea en la tradición hasta encontrar la lucidez y la sabiduría; la sensualidad y el alborozo que dimanan de las culturas milenarias. El camino para llegar a “Estancia de los Detenimientos” ha estado cuajado de obstáculos. La evolución ha sido lenta pero segura. De sus primeros poemas que leía hasta los últimos hay una gran superación, un mayor conocimiento, y por lo tanto, una mayor exigencia con su propia obra y con la de los demás poetas.
“Estancia de los detenimientos” es en realidad un poema dividido en diecinueve cantos jubilosos, desprovistos de patetismo, sin que por ello deje de asomar la queja dolorida por la situación del poeta y de la poesía. Poemas que en palabras del auytor del prólogo y excelente poeta, José Kozer, “parten de la comunidad, comunican, y desde sus propios flejes en reverberación, crean comunión: la del individuo (poeta) entrañado en su comunidad; la de la comunidad (poesía) entrañada en la totalidad (historia, cosmos, destino)”. Hermosas palabras para un hermoso libro que, cimentándose en la mejor tradición, logra crear una visión completamente original, con una depuración y una hondura difíciles de encontrar en la actualidad”

(José Luis Zerón, reseña crítica en el nº 17 (primavera de 1991) de la revista “Empireuma”, Orihuela —Alicante)

"Antonio José Trigo, ´Estancia de los detenimientos´(Sevilla 1990): ottima testimonianza della vis poetica della lirica andalusa: sono versi che meglio rappresentano la personalità di questo Poeta, che in questo suo poema sa meravigliosamente esprimere la forza trascendente del pensiero umano e unisce la tradizione alla modernità in una perfetta osmosi" (Leo Magnino, en "La Cultura nel Mondo", Anno XLV, Aprile-Giugno 1991, pág. 71)