5/12/08

Rapsodia de lo Oscuro Ofreciente



Rapsodia de lo Oscuro Ofreciente
(1985-1988)

(Publicado en Aquilea, Cuadernos de Poesía, Málaga, 1989)


Prólogo

Antonio José Trigo

Un poeta, otro poeta…, pero no otro más, sino uno muy singular.
En Antonio, el sevillano, hay un ancestral sortilegio, José; lleva en alma pájaros y en el apellido Trigo.
Se antoja un espíritu que deambula en la Astralidad, ataviado de Poesía y de Naturaleza.

Poeta del antes, después, antes y del fin, origen, fin, hace prevalecer su Luz airosa controversia con la oscuridad…, y vuela a la noche maternal.
El Creador no da Luz a cualquiera, sino a quien por Donura y Voluntad la busca; por eso Trigo, en su interior morada, la descubre y la evidencia aún envuelto en la transicional sombrura: “Rapsodia de lo oscuro ofreciente”.
De rima liberada, su verso es a menudo sin medida y sin ritmo regulados. Poeta que, aún sin conocerle en persona, cuando le leemos, pareciera impugnar: Soy tu espejo…, si me lees con detenimiento.
Se le advierte en el buril el permanente nexo con lo de arriba y lo de abajo, lo luminoso y lo grisáceo, y con lo oscuro; y un continuo y sutil nihil hace tictac en él, en su expresa sensación de “nada ser y no haber sido nada”.
Seguramente este poeta sí sabe de profundas reflexiones filosóficas y de numerosas claves culturales…, y se encompleja y se encomplica hasta borrarse casi su poesía, para tornarse Existencial Poeta Cósmico que trashuma por la tierra.
Dialecta, Afirma y duda. Y niega sin negar, aseverando. Es en sí mismo tesis y antítesis… Sin embargo, como que sabe dónde va…, como si, inexorable, lo extrajera una Luz. Siendo un poeta del más allá, su vigencia lo concreta acá, aunque esto pareciera Perogrullo. Dialoga con, e impacta a, quien lo lee.
Poeta buscador en pos de algo que quizá le espere en el próximo horizonte, pues, sin duda, escancia ya el agua de los míticos misterios; navega —en cuanto ave y no nave— libre e impromtu, este pájaro astral, cual sideral tormenta que sólo remansa en tanto descarga su inercia en el camino.
¡Leédle!, y no os arrepentiréis.

Juan Padrón
Miguel Hidalgo, D. F.
México, 1986.





A María Victoria



“La noche es un mundo que la misma noche alumbra”
Antonio Porchia


Fragmento I

Y en todo estabas tú…
Ahora tan sólo persiste tu encendimiento
con los bordes carcomidos por la sombra.
Tu palpitación, sitial de mis desgarramientos
donde aves de verano sorben
el agua de mi mirada
formulando otros silencios;
donde se deslíe en paisaje
el rumor implume con que giran
las alas vacías en mitad de la noche,
como en aquel tiempo antiguo
borrando los deslindes del sueño
en que de pronto sentíamos
convertirnos en piedra como el cielo.



Fragmento II

Antes de anochecer
—quieto tu cuerpo—
no sé qué paloma inacabada
punza mi piel con asedio sensitivo.

En la estancia inaplazada
se abalanza el oro fugitivo del reloj
que da la última hora: exacta cadena
de sesenta minutos negros
entre el ayer truncado
y el mañana predicho.

El mobiliario de puertas inconclusas
guarda los planisferios
que me conducen a ti, así lejana.

(El contorno de tu respiración azul
hiere la delgadez del espacio).

Al fondo, luz, suma dimensión,
total entrega.

Es el deseo de vuelta de otra vez
como las nubes innumeradas
sobre el torso azul de los caminos;
esas nubes (asimetrías obsesivas
del agua neutra; exangües pecios
de un gran naufragio),
que nos traen perdidas canciones de niño
en mil tardes inacabadas.

Coronada de rútilos incendios
en mí vienes como cayendo en no sentir,
mas, sólo me ofreces esta escritura dígita
de espejeante vaciedad,
de palabras temiblemente sordas,
que hoy mis manos ofician,
pues no tengo de qué vivir
a tu través anonadado.

Tú me inventas, te rehaces en mí.
Yo te nombro, excediéndome,
o aún mejor, me conformo
con acicalar tus mil colores abolidos,
de donde ya sólo me queda oír
el ruido de la sangre en la hierba
como un gran alboroto de pájaros;
ver pasar las nubes, el tránsito
de las nubes —culmen de mil rostros—,
con efímera ceremoniosidad;
ya sólo morir despacio
con la sensación implacable
de haber perdido algo para siempre:
una sombra de mí mismo,
un estridor súbito de ala sin pájaro,
que, como el borrador total del universo,
finca el cerco del molde que todo lo contiene.



Fragmento III

Con lento dolor algo amanece
dentro de la alta oscuridad
y se aleja sin volver por su orígenes
y se me pierde, flama de mis vigilias,
descendiendo, buscando el centro
en esta hora última —nudo de agonía—,
en que alumbro el deseo oscuro de ti.

¡Ah si pudieras ver en mi mirada,
no el largo surco de desmentida lluvia,
sino el cordel de lejanías
que ata el blanco esquivo de mis ojos
a la órbita negra de tu iris
o planeta múltiple salpicado de mar!

¡Ah si pudieras mirar la noche
estirar su ala dura
de vuelta de quién sabe qué mundos,
línea de mar donde el mar tropieza,
abierta para siempre a mis afiladas singladuras!

La luz a ciegas por extraños caminos
descubre el paso tranquilo de tu senda;
desgaja tu aire, tu aleteo de alondra
sobrevolando los largos arrecifes
de mucho confín adentro.
Luz increada que sobre ti columna,
encubriendo tu desnudez de río sin orillas.

Sólo de sí, hipnotizado en su vacío,
tu cuerpo toma del silencio la forma,
mientras en el cristal de lo oscuro ofreciente
aldabean las pupilas desnudas de los pájaros.



Fragmento IV

Golpeando los derrumbes de la luz,
vienes a mí, estibadora de mi sueño,
vienes a decirme al oído tu secreto
de materia solar sobre días frágiles;
tu secreto de piedra sedienta en torno del cielo,
de horizonte de agua acariciando
la rosa de las ruinas;
tu secreto que he de guardar
como el poema guarda la voz danzante
o como la tierra la semilla.

Mientras tanto, la danza, el rito,
que encierra acontecimientos primordiales,
agita del mar la luz nocturna
que me obliga a caer en lo vivido,
en la estancia sin idioma,
donde, a través de las palabras
que nacen para arder,
prefiero la condena a la duda
palpando el aire de no ser
más que sumisa ráfaga de ceniza.



Fragmento V

“Et la treille où la Pampre à la Rose s´allie”

Gèrard de Nerval


Una noche sin tiempo viborea
por el duodeno de tus meridianos
o círculos saviales,
y se esponja en arboledas de perdidos ojos.

Así, entre el pámpano y la rosa se bisela
el final de tu mirada, hasta el final de ti:
caudales transcorpóreos revelando
esa orilla muda que soporta el peso de las esferas,
porque siempre hay una rosa preludial
interpretando un gran salmo terrestre
contra el claro abismo,
contra la trepidación de la noche.
Una rosa que hacina
la médula de mis vértebras
buscando venas que acrecentar,
porque ya no soy mío
por morir de vida tuya,
y ya sólo me queda el júbilo ileso
de tu adentrado dominio de alas
para recorrer la cifra incierta de los bosques
—aciago declive de ceniza—, sin decir el mar.


Fragmento VI

Es por ti que la noche se vuelve maternal
residencia omnisilente, hoguera ahuecada.

Es por ti que el horizonte
es un ala trunca o frágil laja;
línea final o luz provisoria
que no cede bajo el agua.

Es por ti que en la espesa tiniebla,
entre las sombras iguales apresada,
la luz graba sus runas de oro
y descuella insospechados vuelos sin alas.

Gozoso aún, como empezando a irme,
a tu sombra —raíz aventada—,
por el huir o camino de verticalidad
a donde conduce el tiempo para verse ascua,
me pierdo y me reencuentro.
Si nada soy déjame en la nada.

Retomas para abrevar el fuego, el aire;
Para devolver a la tierra, al agua,
El espacio desplazado del fondo de la noche
Donde el esqueleto de mi voz descansa,
Donde cabes por prodigiosas exenciones protegida
De la nada de ser, de haber no sido nada.

¡Ah cuántas veces te he creído
creyendo ciertamente que vivir entraña
crecer sin cómplices, del otro lado ya de los sentidos,
como crece el cielo por negación de las alas,
o como crece el sueño que nunca acaba de ser
y que llaman vida por muertes aciagas!



Fragmento VII

Dime en qué confín tienes tu raigambre,
círculo obsesivo de la luz de todos los días,
donde todo parece estar fuera de sitio
haciendo constar a un tiempo su permanencia.

Tiempo logrado del aire, desde la claridad externa
que se abre como una mañana sobre lo inesperado
en la inminencia de las más pequeñas cosas.

(Piedras de solsticio abren tus ojos).

Hiende el aire en mar de noche
pequeños laberintos
como dados que ruedan por adentro y por afuera
del círculo azul del espacio.

Duerme el amor que entrega
mucho más de lo que entrega,
y la teoría de la luz
se rompe en sonidos claros.



Fragmento VIII

Somos dos alas como dos inundaciones
remontando un azul ya mudado
por encima de los montes recién abiertos.

Sobre la piedra del tiempo se oye
dilatarse en mil detonaciones
nuestro corazón corroído de estrellas.

Ya te me deshojas tras el cerco de los montes,
¡quedo tan lejos de mí por morir de vida tuya…!
Instante de abandono en que se es porque se ama.



Fragmento IX

Llueve, llueve en la nocturna encrucijada.
En tus manos las hierbas fantasmas dormitan
y en tus ojos como dos noches puntiagudas
un arco se tensa para asestarme
tu indefinición de bosque que nace sin cesar.

Por tu fulgor sonando alto se entraña el aire.
La brisa trae perdidos signos astronómicos
ya de vuelta, al eco de la luz.

Llueve, llueve en la nocturna encrucijada.
La luz sobre el musgo verde
trenza los sordos cordajes de la lluvia,
silenciando el pulso de este tiempo
donde borbolla tu gémina fosforescencia.



Fragmento X

Suena el azul balbuciendo
grandes bloques de aire
en la noche abierta,
esponsalicia.

Se encienden fuegos
de lentos cirios
al otro lado del espejo,
en el círculo henchido
o vórtice incontenible
que discurre en fuente,
en sueño sumersivo,
y se abren con calor
tus manos —raíces tensoriales—,
sobre lo efímero
del amor y de la noche.

Emerges al fondo de mí
hasta perderte,
hasta desatar tu eclíptica,
en el centro de ese centro
en donde reposa el sol y el aire,
que se desprende
de tus insomnes ojos
de aguas marinas
viniendo del continente
de los pájaros.



Fragmento XI

En torno del ojo azulfuego del bosque
la música —fuego petrificado—
se opone a la oscuridad cegadora.

Bajo tu sol los días crecen.
Sólo tienes que abrirlo
para yo vivir en orden libre
un minuto del no ser,
un exhorto sin destino;
para que todo, contra el tiempo,
cobre su justa proporción,
ya que vivir es un tránsito pensativo,
un estandarte de existencia pronta.

Todo termina en ti, fulgor transitorio,
donde el fuego hace un resumen del agua
y la tierra lo propio del aire.

Todo llega y pasa, lujo del espacio,
al otro lado del espejo, en el centro de todo,
en el fondo sin fondo de tu mirada
donde rescato marfiles de primeros impulsos,
donde oigo surgir de sí un oculto fervor de mar,
circular adentración, estrechumbre gozosa.

Tu cuerpo, a superficie ofrecida,
sólo se entrega al fuego de las horas
hurgando mi única certidumbre;
descubriendo en lo alto
el abismo que se abre en todo cuanto existe,
que no es lo que acontece,
sino lo que ha dejado de ser
por la quietud del fondo que me suma,
por el eco plural que me acecha.

Así, te acercas y te evades,
como un nocturno designio de pájaros
en la suprema audiencia de los árboles.

Mira que tú has nacido
sólo para saber que todo
en el aire es inconsútil habilitación:
la sostenida caída de todos los pájaros,
el sonoro pulso de las nubes
cercando el corazón de la lluvia,
y las inmemoriales lejanías
llegando al centro del espacio.

Así, en fuga, creces contra las imprecaciones,
contra los modos de ser prescritos.
Transcurres hasta la ardentísima cumbre
donde bulle o borbolla el centro de la luz
en cuyo leño se oculta el enigma,
la palabra o piedra de sacrificio
que se agota en la distancia inmóvil,
que te desvela, te define, te nombra.
¿Una palabra? Eres una palabra, sólo palabra,
que no está escrita, para decirse inacabablemente.

Heme aquí que, al pronunciarla,
siento la oculta furia
con que las cosas escapan de sus formas,
con que el azul se desploma en el aire,
con que la ceniza empaña el cristal del fuego,
con que la lejanía soslaya el color de la arena,
con que el mar se comba detrás de la lluvia.

Basta con pronunciarla, con invocarla,
sobre la rosa de la negación,
para saber quién soy y conocer quién eres,
pues, aun no siendo iguales en todas partes,
seguimos el mismo camino siempre.



Fragmento XII

Vienes a mí huyendo de tu huída,
pues todo lo que se fuga
borra todo trazo de retorno.

Llegas sin aviso, como el sol,
alma inquiriente, a pesar de la distancia,
como una forma de muerte
que circuye el itinerario de mis recuerdos,
y extiendes tu corazón
totalmente entregado al mío.

Tu mirada —cauce precursor— sostiene
todo el cuerpo de la noche,
se hace centro, danza helicoide,
fuera del imán de la niebla.

Ya dentro de ti no estoy para mí mismo.



Fragmento XIII

En este estar sin ser,
en esta difícil espera,
quién sabe de qué mundos,
piedra de fuego, tú llegas,
como el aire, resumen de cielo,
a mi noche entreabierta.

Dimensión de uno mismo
a sí mismo: lenta hilera
de adentrados espejos
por mis astilladas venas.
Crecimiento súbito de árbol.
luz que me sostiene y quema,
que me prolonga la huida
entre cielo y tierra.

Dentro, en el espacio desnudo
—inanidad de placenta—,
como un ondear,
como en una pared sin grietas
el ascendiente jazminero,
me deslío, piel de tiniebla.
Muero al mundo fugitivo
—ficción extrema—,
y se me abre el alma
y se me pierde a plena incandescencia.

Rodando, circulando, creciendo,
despojado de mí, ya sin huellas,
voy negándome sobre tanta ceniza
para ser un poco menos yo mismo en tus esferas.



Fragmento XIV

Ya la noche plena con su luz dentro,
tierra húmeda de días antiguos
donde yo quisiera quedarme por siempre,
donde todo no es, no transcurre,
como en impávido mar velero grácil.
Y al confín, la música
bajo el fondo del ser, despojadísima.

(Tus dedos: pájaros impacientes acaso
en el filo de las horas).

Ya el tiempo se nos va, se deshace,
curvando la corteza de la sonrisa,
para de pronto sentir que nos persigue el sueño,
que nos atraen, nos fascinan las cosas mudas,
las piedras olvidadas en cajas redondas,
y la libre musicalidad de las constelaciones.

Ah sólo tú, bienamada, sabes adónde va,
así ardiendo en silenciosas pausas,
el tiempo de todos y de nadie.

Así tú y yo buscamos, por extrañas tinieblas,
lo que fuimos una vez y ya no somos.



Fragmento XV

¡Luz, más luz! Dilución del ser,
giro precesional del que fluye música
girando locamente en torno de mi lugar único.
Siempre la luz, súbito espino,
ciñéndose a un trascielo
de fugaz corazón humano,
como un chorro de frágil cristal
que se trueca en ala y termina en abismo.
Siempre la luz derramando noche,
borrando las perspectivas,
ponteando el río de mi muerte
en álveo sumersivo.

Es el peso del alma en su órbita oscura
adensando el aire, techumbre del rocío.
Música cristalante ungiendo mis residuos verosímiles;
fronda dócil que se acrece y se niega
tan pronto como se disipa y desaparece
la transparencia que te ronda.

Angulo paraláctico el de la oscuridad
entre la esculturación de tus manos arboradoras
y el centro de la luz, con el tiempo dentro.
Casi no más que un espacio tardío,
racimo cenital de ínsitos azules
que se pierde de vista y que en sí vuelve,
pirosfera en expansión, a sumergirse
en la exánime oriflama de la noche.

Descienden del cielo los signos del zodíaco.
Corre entre mis huesos la vía láctea.
Tú me sigues, rondadora de adentros,
albor presentísimo, aguja mordiente.

Los pájaros y las flores
incursionan el equinoccio vernal
y se me va la existencia
y se eterniza la inicial avidez de mi infancia.

Despojado de mí, me transcribo
como un alquimista sobre las páginas del formulario
transcribe absortas efemérides,
en mi anhelo de ascensión
para llegar desde donde no estás.
Seguirte, estarte, serte, amurallarte,
para desasirme, abismarme, perderme;
descorrerte, desorbitarte, absorberte,
para aniquilarme, unirme y transformarme;
transcurrirte, resolverte y dejarte,
para darme, desvestirme y clarearme.
Perderme de mí mismo buscándote, buscándote,
florángela, advenir lucífero
en el juego oscuro de las navegaciones,
en este furtivo transcurrir por tus cauces ciegos.
Perderme cuando la noche carezca de espesor
y nada me sea ya sino secreto aliento,
eternidad ansiosa de estar en todo lo que existe.



Fragmento XVI

Recuerdo de tantas horas aquella noche,
primigenia provisión al entrar en tu desierto.
Aquella noche danzando en el zodíaco.
Tu noche o piedra sin tiempo.

Vuelan las sombras de los pájaros
detrás de cada esquina,
detrás de todos nuestros pasos
(todavía temen la luz)
y cuelga de tus alas la tercera orilla
de aquel río subterráneo o insomnio
disimulando su descenso
de agua inmóvil y sucesiva.

Aquella noche o pentagrama de fuego,
alúcida caja de prestidigitadores
donde se guardan rotos juguetes
de niños que nunca fueron;
polícromas piedrecillas de bulliciosas fuentes;
ramas caídas de paisajes inmóviles
y escaleras vitrificadas hasta el borde del cielo.

Atravieso la noche, ansia y duelo,
que se pierde con mi infancia,
donde aún resuena la llama de la tierra,
el corazón del bosque,
pero, ¡tú estás más allá!
Salgo a buscarte, a escuchar
tu pulsación de mañana
que cae una y otra vez como nube
sobre el duro camino,
para ser en el tiempo golpe de ala.

La eternidad, algo de tu mirada,
cae —nocturna alucinación— en mil estrellas.
La noche se vacía. Va a emboscarse
En el extremo límite.
No sé cómo seguir. Te vas de mí y me llevas.