27/11/08

Reclamos y presencias del advirtiente



Reclamos y presencias del advirtiente

(1988-1992)


(Publicado en la Editorial Vitruvio, Colección Baños del Carmen, nº 14, Madrid, 1999)



«Desde que me cansé de buscar, aprendí a encontrar.
Desde que un viento me tuvo prisionero,
con todos los vientos navego.»

Nietzsche
("Mi suerte")



OFICIOS Y MALEFICIOS

I


Ahora que el sueño del hombre aviva
sus horas amenazadas con el arcano mayor
de algún argumento biográfico,
¿quién va a descubrir esa lluvia confundida,
temerosa, que cede al final de primavera
e infla los mares?, ¿quién va a descubrir ahora
la isla azul del aire que concilia desiertas montañas?

Quién sino aquel que realza sus derrumbes
más ligeros, y no tiene para compartir
sino el canto de un pájaro viejo que latiguea
su sangre solar en jaula que sólo ostenta óxido
y el pulso en pie de una flor sin otoño
que se abre, que irrumpe en la fiesta
de su espacio, y enhebra, en brote audaz,
ni antes ni después, el sabor de una fruta
(porque no hay un sólo pájaro que no corra
el albur de ser una huída encarnada que habitar,
como no hay una sola flor que no corra
el albur de ser una fruta furtiva
con que labrar un tiempo irrepetible a su favor).

Aquel que es, finge, funda la esperanza y el miedo.
Aquel que derrumba puertas para que no prevalezcan,
para poder librarse de inútiles avisos,
y gira los espejos que comparecen graves
contra la pared de incesantes ejecuciones.
Para todos está siempre su presencia inoportuna,
como un fantasma que avisa del naufragio.
No importa que nadie responda a su cantar.
Ha llegado desde tan lejos que trae
en sus uñas la luz que removió.


II


Cuanto más camina por las calles llenas
de sofocadas confesiones, circuidas de engaños,
de rezongos de máquinas, tanto más el advirtiente
edifica el silencio para albergar la voz que ahora huye.

Cuanto más hace fundación fugaz su andanza
por celdas de tinieblas, tanto más del advirtiente
queda su dolor solo en aquellos corredores
llenos de espejos ventriculados que recogen
en saco roto el orín de viejas miradas homicidas.

Cuanto más se detiene con aquellos que le brindan
un vino en copa colmada siempre de tedio,
mientras queman todos sus retratos y llevan
en sus bolsillos las primicias intolerables
de alguna inconforme pena o de algún aspaviento
de envidia, tanto más el advirtiente semeja
una flecha incendiaria a la siga del blanco.

Cuanto más crece tentacular la burda mentira del oro
tanto más el advirtiente da a sus hechos dimensión de arco
y a solas con su impulso construye la luz en las palabras,
esas pequeñas estúpidas que no se quedan quietas,
más susurrantes que el silbo de los murciélagos
sobre las noches horras de tercos insectos.


III


Cada palabra rompe el corazón en alas,
enciende hogueras para aprender la lejanía,
propicia lugares de encrucijada
entre viajeros perdidos en la historia.

Cada palabra esparce sobre el mundo
la claridad que un día se desnudó
de un tiempo inútil y nos doblegó
la mirada para uso de los pájaros.

Cada palabra nos golpea todo el tiempo
con su moneda dura, cerrada,
para que no olvidemos el dolor.

Cada palabra construye en sus adentros
su rehén sin posible rescate del camino del sol,
su hombre extenuado de cielo, sin demás.


IV


Como el hombre que llega hasta el deseo último
de su sangre, cuando habla de sus cosas
termina dejando un rastro de gran burla
por aviesas escaleras, ¿cómo no confundirle
con quien arroja la noche a los perros,
con su traje de hollín escuálido,
y elige pasar, sin ninguna respuesta,
sin ningún reclamo, entre quienes legislan
las ciudades con metal aciago y desmentido?
¿Cómo no huir de la vera de quien se obliga
a acrecentar su vocación de astrolabio,
a librar una norma de pájaros de raudas migraciones,
y a hacer el camino que dirá de él mismo
qué es cuando sepa que ya no va a estar?

Durante el día busca su rumbo cubriendo
la distancia entre una emboscada y un asedio,
montando guardia a la cruel ruina
que va de la simiente hasta la flor
como viajero perdido en una historia perversa.

Por la noche, en cambio, remueve los escasos
y diseminados restos del corazón errante
de los pájaros, con cuyas primeras cenizas,
tenazmente derramadas, con su azogue irredento,
amasa la luna frotando un misterio de arcilla al tacto.

Ahí, de pie, sin indulto posible,
cómo va a ver tregua para quien no registra
la máscara irrisoria de una promesa
o un testamento, cómo se va a callar si las palabras
no están hechas para rebajar el mundo.

Con su mirada que se niega a servir,
con sus manos que extiende para que las horas
no amanezcan con sorpresas divisorias,
ahí, a la vista de nadie en el corazón de todos,
el hombre, sin demás, inventa nuevos delirios
al veredicto inapelable del ardor.




ACCIÓN DE GRACIAS



Antes de seguir tornando a su estrépito
la vanidosa aflicción de la nostalgia,
como torna el acero a su funda
con el vejamen de la rosa limpia,
quisiera agradecer a quien se debe
tanto hermoso equilibrio, fruto del mundo y la luz.

Muchas veces puse una mano en el horror
de la página en blanco y la otra en el limpio azul
de la tarde; muchas veces tuve que cernir
las nubes para que no quedaran
en sus cenizas revoladas osamentas de pájaros;
muchas veces rompí todos los muros con la risa
porque ya no había armas que descolgar de los muros;
muchas veces imaginé reyes en tronos sin nombre,
¡y qué capaz en no darle a la eternidad descanso!

Sólo me resisto a creer que el mundo es grande
para la noche y pequeño para el día;
sólo me resisto a acatar la orden de esconderme
en las escarpaduras de la vigilia
y escuchar el atabal de los ejecutores
cómo repite su amenaza, su asedio incesante,
clavándome en el vientre sus fueros de uñas,
porque nada me absuelve de la agonía
por no haber alcanzado la gracia de ser sensato,
de creer que siempre es demasiado nunca
para esperar la rudeza inigualable de una señal.
Es que hace tanto tiempo que tengo ganas
de decirle a la gente que esta hora no se ha abierto
para poder rescatar plano s ni para deshacer vislumbres;
tan sólo para un tumultuoso júbilo.




ZONA EN TERRITORIO DEL ÁGUILA



Los guerreros se marcharon sin esperar
nuestra voz. Así sucedió siempre.
No nos quedan sino algunas palabras
y señales al claro testimonio de un tiempo insomne
(no las palabras dichas tan sólo con los dientes
que prosigan la historia a pulso de ausencias
y hallazgos —aquella que siempre es posible,
desde Homero, volver a relatar,
entre las luchas, entre las derrotas—,
sino las antiguas palabras capaces de aventar
contra las ruinas el viento feroz de la sangre,
cuando en ellas uno a sí mismo se abandona
como viniendo de muertes y olvidos necesarios).

Porque uno viene con los pasos o los desvíos,
las entregas, tan contados, que a fuerza de contar
pierde la cuenta en esta ruta de flor y canto.

Si bien aquí nadie vivirá para siempre
sólo con sus costumbres gentílicas y tenaces toses,
¿por qué venir a tener mando sobre la tierra
sin poder dejar escrito el nombre crecido
de este suceso de tiempo hacia otras fechas?

En vano hemos venido a salir de la luz,
sin que nos hayamos dado en préstamos
los unos a los otros en este lugar
donde, una vez, los tambores sonaron sus augurios,
de no ser por esta respiración que se celebra
sin mudar en odios mudos las fieras estaciones.

Entre tanto, al pie ya de la consumación,
y antes de tener muerte a filo de obsidiana,
sea el baile aquí en medio de las flores
con músicas lejanas y renovadas lunas.
Por esta noche, ¿acaso se puede ir en pos de algo
que no sea un sueño que no transcurre, no pasa,
según es su deber de sueño, sino que sube
como un agua de pájaros hasta ser
nuestro mapa, nuestra toda geografía?

Por costumbre levantamos las copas adorables,
sin desgarraduras, y llevamos los estirados músculos
a la tensión de la insólita tarea de abrir caminos
a las constelaciones, desperezando las andanzas,
pintando las vocales de la palabra viento
por las calles estrechas de tabernas,
sin que haya urgencia de decir la ríspida frase
o la burla precoz, sin que las sembraduras
de la tierra sean signos de imprecisa añoranza.

Por costumbre decimos cielo cuando miramos el cielo,
decimos: ¡vaya, qué nuevas nuestras manos
por azules antiguos, siempre estrenando
la dignidad del sol, la transparencia del mundo!
O decimos: ¿qué hermosas palabras hacen posible
este activo sueño, si de nada sirve poner un espejo
delante de los labios para inventariar
los designios del aliento, ni tomar por asalto
el mundo, aprovechando su descuido?

Aprendemos a construir la luz con palabras
como hacían los antiguos guerreros al llegar
al límite, sin miedo ancho sobre el pecho,
porque más allá hay dragones,
porque para una vez que estamos en la tierra,
en esta región donde el águila se hizo hombre,
es necesario arrancarse el corazón
para ver con más luz bajo su sombra.

Pero las hermosas palabras que una y otra vez
vivimos no tienen en realidad importancia,
sino el espacio sin nombre en que la luz se construye.



(Para Musa Valencia Posada)



ESTACIÓN EN LO BLANCO



Al recodo de los años raídos
por las sucesivas rondas del sol,
cuatro paredes no bastan
a esta costumbre diaria de amontonar
palabras rescatadas, voces alegres, familiares,
y morirse en torno de un momentáneo café.

Tanto tiempo porfiando en encontrar algo
que, aunque vivido en otro tiempo, se conserva,
no se deja de memorar, como llegado un día después
de muchos horizontes en el aire de los primeros pasos
que no se borra, porque —ya se sabe—
cualquier tiempo pasado fue decisivo,
y porque no tiene casa en realidad quien busca
detrás de las horas su propio inventario de luz.

Ya hace tantos días que la tierna errancia
de nuestras manos palpan la ceniza dormida
de turbias sábanas donde el amor se hizo.

Tantas horas oyendo llegar la nieve desconocida
y sin pisar, que cae en nuestro diario de viaje sin fecha,
sabiendo que tras las sombras agrietadas
de los muebles nos aguardan perdidos eslabones.

Horas que se esfuman en cuanto gira la estancia
como bola sin manija, como un paisaje
en la rueda de ojos recién venidos.
Horas que hacen de la sed su único alimento.

De comprender esto poco importa
si multiplicamos el vaivén de las flores consumidas
en primavera, porque no hay nunca flor
que a su impaciencia sola, trace,
al helor del tiempo, el programa de su relumbre,
con sus profecías, dictámenes y capitulaciones.

Poco importa si dilatamos con los ojos la bruma
de junio en los cristales cansados de dedos que oprimen.

Poco importa si escuchamos al otoño tropezar
en las esquinas al divulgar sus oros prematuros.

Hay algunos días que lo mejor es quedarse
desnudos con lo que somos, aquí,
en el centro de tanta transparencia,
mirando que se estén las cosas
sin presentirlas el tacto de la araña,
sin que se sepa dónde surgió su oscuro viso,
sin que se sepa por qué camino nos llegó
la fiebre indistinta del recuerdo después
de haber dejado su huella azul en el alcohol.

Y así, desnudos, confidenciados de que el aire
retorna veloz a su pereza perdida,
en alabanza de tan buenos desterrados del sol,
es bien que no se proclame que todo es fin,
al menos antes de ser nuevamente los niños
que fuimos observando la refracción de la luz
sobre el agua o, sin saber para quién, emitiendo pájaros.



EN UNA ENTERA MIGRACIÓN



A veces, en una entera migración
cada hombre a su manera busca
el arribo de una tierra futura.

Y no va ni vuelve sino festejando
del tiempo la transparencia del mundo.

Marcha para sus lejanías huérfanas
donde poder sacar su voz a preguntar
y preguntar sobre los signos de la ausencia.

Sus ojos (¿quién le hizo tan grandes los ojos?),
sus ojos ven los muertos del desierto y escuchan
su mudez (en tiempos así hasta los ojos oyen).

Girando así apenas, y oyendo así en lo hondo,
el mismo desierto, escucha el hombre,
impaciente, el eco de sus pies ahuellar la distancia,
porque no hay tregua en la arena para competir
con el golpear rabioso de las muchas aguas sumadas
y porque sus labios incansables alargándose con sed
no sonsacan reniegos a la palabra «retorno»
cuando, sin esperar ninguna expiación prometida,
sin demorar jamás el derecho a caer
sobre su espada para rehuir al adversario,
interpela a la oscuridad de las rogativas.

Qué ojos fatigados de vadear, el desierto,
y qué dedos en exorcismo de buscar, la luz.

El hombre escapa por su vida sin mirar tras de sí,
busca esa tierra sin tormentas que asuelen,
que borren el rastro de sus pasos sobrios y tercos
que avanzan callados por el gozo de andar,
no más, sacando llamas rojas al desierto.

Es peregrino, no se queda, remonta
la hilera de pájaros que se van, que vienen
muchas veces y mucho, antes de venir,
a esta tierra que no sabe y que ama inventar.



ANECDOTARIO


I


Si el tiempo suelta su afán suicida.
Si detrás de cada paso queda un rayón
de niebla entre las calles solas
y una vitalidad de escasez y fatiga.
Si una nube pasa erigiendo
el corazón sin nombre de los pájaros
por el silencio de cálidas estaciones.
Si la avenida de farolas lleva
hacia el camino azul de los insectos absortos,
pero móviles, que escrutan
el peso exacto de las flores.
Si ya, todo instante, en su arrebato hermoso,
puede ser, cada vez, la última jugada,
entre más tarde, ahora y el pasado.
Si en el amor no hay más reflejo que el olvido.
Si el gozo es más vulnerable que el dolor,

¿cómo preparar el tamaño del sueño
sin detener esta memoria devanada que viene
de algún decreto de inclemencia del mar?


II


Si alguien busca siempre las cosas familiares
a su recuerdo sin disipar los delirios.
Si alguien va adonde van los que se pierden
sin descanso, y cómo, y a qué precio,
sin el sedimento agrícola que se levanta
en una ola de pasiones utilitarias
entre la abulia y su inocencia mayor.
Si alguien se sienta a demorar su propia sorpresa
y va y se disuelve en la llama que le ha engendrado.
Si alguien deja sonar una ventana de golpe
mientras los cristales agudos del aliento rozan
el muro de piedra y quedan temblando las cortinas.
Si alguien ve en un trozo de periódico atrasado
cómo surge de esa algarabía de palabras usadas
los pasajes de su ayer, sus miedos, sus servidumbres.
Si alguien es capaz de saber que hay
unos instantes en que la mirada es un cambio
de música oída en largas horas de nieve.
Si alguien torna llevadero el sopor añoso
de esa risa que se hiela, de una edad insoslayable,
nacida siempre en el hueco de las conversaciones,
y aguarda la muerte que sabe a pulso nutritivo
como aguarda la serpiente, sin azararse, su presa,

¡ya alguien sabe, dueño sin émulo de sus lugares,
que al entrar en la luz ya no se halla la salida!



APRENDIZAJE DE LA MIRADA


I


Mirar cómo se posa el polvo
sobre la vigilia memorable de los retratos
que refrendan, cada día,
la misma insidiosa servidumbre.
Mirar al fondo de los ojos
de un cuerpo desacariciado cómo desciñe
el aluvión de fuego de toda lastimadura.
Mirar al amor que cambia cuando llueven
pájaros dentro de la carne herida
arrastrando desmemorias, semillas de rencores.

Mirar es llenar el espacio de un esplendor sin nombre,
a fin de disponer una cantidad hechizada de sol
para fundar tantos sentimientos de lejanía
como sea preciso, siempre tan del corazón.


II


Como para cada silencio hay un mundo
de pájaros en desbandada,
para cada salto en el abismo
hay la corriente de una mirada:
flor de antigua claridad sin término
que cierra sobre la cumbre sus alas,
que aguarda los fríos, las brumas violentas,
las antiguas reciedumbres, las vencidas ansias.

Todo empieza sin ninguna duda
bajo la nieve abundante de la mirada
que ocupa el lugar de los ojos y no el que queda
entre los ojos, entre penumbras cálidas,
porque nunca, antes y ahora, en este mundo,
cada cosa, cada ser, en su inmóvil danza,
persiste en el corto momento que viven
como persiste a la embestida tórtola el águila,
en callado designio, en callada imagen,
haciendo círculos hasta alcanzarla.

Sólo el esplendor sin nombre llena el espacio.
Nada se interpone hacia su centro en que la luz es nada.

Ya la noche pone en marcha su caja de aviesos ritmos.
Ya no hay retorno de la última audacia.

Entre señales furtivas, la luz que se nos concede
queda desnuda en pequeñas nostalgias,
porque, ¿dónde sino en los ojos, convertidos
en la claridad que aniega, queda incendiada
la noche tutelar que cada uno de nosotros,
con furor, sabe al otro comunicarla?

Al final, sin rostros ni lugares intermedios,
uno, tan dócil, de todo sueño se desata,
hasta no ser nadie, solo asueto,
no más que un jeroglífico de aridez y escarcha.

Al final todos, tan efusivos, hacemos hoguera.
¿A qué, pues, preocuparse, si todo pasa,
si no hay sitio que cercar ni sendero por donde huir,
si doblamos la esquina, y ya es la noche callada?

Vivir acaso sea acercarse al mundo
y guardar el silencio de las cosas que no se alcanzan;
sea tener los sentidos atentos al viento de eternidad
que nos vence, nos sostiene y encarna;
sea deletrear vuelos hacia las estrellas
en donde se organiza la mirada.



INSCRIPCIONES EN UNA PIEDRA



Todo tiene su hora y su sitio
en esta morada desabrida.

Tiene su hora y su sitio
la voz más sola del hombre
donde naufraga el mundo
arrasado por el acuciante asedio
de tortuosas promesas de armonía.

Tiene su hora y su sitio
la fiebre azul de los amantes
en tanto se aman, en tibio lecho,
como fieras lentísimas.

Tiene su hora y su sitio
el ave que retorna con el polvo
de continentes cálidos
en sus alas aturdidas.

Tiene su hora y su sitio
la moneda necesaria
que el mendigo recoge
esculcando su escudilla.

Todo es así en el lugar preciso
y a su hora, ¿qué creías?
¿Acaso es posible poner a resguardo
el buen sabor de lo vivido
sin devolver una señal luminosa de cortesía?



TEATRO DEL SOL NEGRO



Remoto se abrió el mundo al sol negro
y el sol negro se hizo cauce precursor
al aire que se adquiere contra las ansias.

Asomado a todos los predominios,
a todas las sospechas,
el hombre —huésped amigo del dolor—
traza en la ceguera de luz
su mapa de sordas rebeliones.
A esperar nada, la recia familia
no le dejó más que una memoria sometida
por tácita herencia, de donde fructúa
las variaciones discretas de los días
y extrae de los anegados espejos
el músculo azul de la infancia,
no para ocultar en la memoria
la proporción de un sueño,
sino para brindarle una constancia a Onán.

Así sucede que pasa que acontece
que ocurre que el mundo cae
al no soportar la convivencia dura que exige
el silencio que queda después del amor.
Así, a cada hombre su deidad impacientada,
porque hace ya mucho que para siempre
no hay testimonios de largas paciencias
en tanto columbra el sol negro inquisidor
en el desierto de las alcobas esponsalicias,
y porque hace ya mucho que para siempre
se sabe con Séneca que el sol no tiene
espectadores más que cuando se eclipsa.



LA CONDICIÓN HUMANA



Han extraviado su equipaje.
Por eso exhuman espejos sin estaño
y alisan el plumaje de las piedras.
Todos, en fatal itinerario, luchan solos
por su labio calculado de experiencia
a cambio de un valor de cobre de rutina,
mientras en la sombra las ciudades se despeñan.

“Por nada, porque hace frío,
porque está oscuro, porque el agua escasea
cada vez más y la casa se quema” (1).

Fuera de alcance, respirando apenas,
inmóviles, mudos, con los ojos ofuscados,
sólo quieren que toda su infancia
suba al nivel del corazón de súbito
para seguir fabricando mariposas
o animando la flor perecedera.

Por nada, porque hace frío,
porque está oscuro, porque el agua escasea
cada vez más y la casa se quema.

Han extraviado su equipaje.
Por eso beben el brebaje espeso de años
y se demoran en una dolida urgencia.
Todos acogen en lo más profundo todo lo que arde
para no perder pie en lo blanco
porque se saben murientes a sabiendas.

Por nada, porque hace frío,
porque está oscuro, porque el agua escasea
cada vez más y la casa se quema.


(1) – Versos del poema “Todo y nada” de Vahé Godel, 
en versión al español de Alfredo Silva Estrada.



APELACIÓN AL EFÍMERO



Si todo se debe al modo de beberse el tiempo
sólo está por saber si este montón de fechas
con sus golpes ciegos, este libro de horas urgentes
como flechas negras que es la vida desde hace
ya mucho, desde siempre, es una agresión de las formas
contra los sitios familiares o una arteria
que se vacía en la noche derramando ángeles.

No te enojes, no tienes todo el tiempo para vivirte,
más no pierdas el tiempo en hacer balance
de lo que cuesta usar los corazones y los largos caminos
de otros, porque no hay nadie que compre los recuerdos
de nadie, ni nadie que se cale los zapatos de nadie
con que transitar más camino del que es posible recorrer,
ni nadie que busque voces de nadie que derramar
cuando aprieta su silencio para decir algo que no es algo,
ni nadie que anhele su parte en deseo de nadie.

Qué importa que andes enfurecido o triste
en la sorda pervivencia de las ciudades
donde —recluso de los años, huésped
de hábitos inconstantes— pierdes las plumas
de tu vuelo en los colchones de cóleras amables.

Con la lumbre furtiva que en el pecho se afana,
no poseemos para expresar los golpes ciegos
de la vida sino los sueños prestados de la infancia,
aquellos con que dimos los primeros pasos sobre el día
y ahora (después del discurrir callado de ciegas beatitudes)
nos sirven para cruzar las piedras ciegas de las calles.



MONÓLOGO DEL VIENTO



Hago dúctil la horma de los pasos
temerosos de lo que huyen,
porque, ¿quién sabe si corren o si dejan
de correr, si no más que viajeros hay
que han agotado ya todos los paisajes?

Muchas veces reemplazo mi cólera de siglos
por esas calles de dios donde la palabra
convoca la desventura con sus horas, días, años,
sin que el ojo múltiple del vino calme su sed mayor.

Muchas veces despojo a la mirada su seguridad
de perderse entre los árboles donde una vez
dejaron escrita, sin acertar ahora su sitio,
la gramática comparada del lenguaje de los pájaros.
(¿Dónde poner la mirada sino en las cosas rotas,
por descuido, sin lugar exacto, apacible?)

Muchas veces fui dentro de casa
sintiendo cómo la luz, que es voraz,
escribe su memoria desde el sueño
adelantando para todos su vaticinio.

Muchas veces vi lucir el astro negro
sobre el lado de afuera, pero, ¿qué solución
se concibe, de luz no usada, por el lado de adentro?
Ah, qué viejos de luz, los hombres van y vienen
como queriendo comprar, con el oro aciago
de cada día, plenos vestigios a la infancia.

A cuántos desplomó esa densa carga
de clandestino júbilo de hombres, a cuántos,
yendo y viniendo a sus oficios liminares
de mesa y de silencio, para, al fin, confiarse
a esa luz que llega, voraz, que gana
su límite y hace sus vencimientos.

Sólo yo —viento habitado— atravieso ciudades solas.



DE LA NOCHE Y SU TRIUNFO



Un día asistiremos obligatoriamente
a una melancolía de azucenas,
cumplida ya la cifra inalterable de los pasos,
y a partir de ahí seguiremos solos
como hombres de lóbrego mar
con el moho de algún naufragio
en sus manos infamadas.

Ahí nos reconocemos como máscaras,
como una conjunta mirada ciega
de héroes huérfanos que se ignoran
y se achispan en insensatas tabernas,
los sábados, por no tener con qué comprarnos
una isla extraña, por no encontrar
cartas y fotografías de amores pasados
tal como nos hubiera gustado poder incinerarlas.

La noche se solaza a nuestro lado
como un cóncavo silencio de cerrojos descorridos
y, ¡cómo se amolda a las horas del día!

Ahí llega, está golpeando a la puerta:
un flash de muerte en la sonrisa.

Nada quedará de todo, sino la ceniza
de diluidos imperios de vastos nombres.
Hasta nuestros rostros se desplazarán
entre los espejos peregrinos que inundan las paredes
perdiéndose en monótonas semejanzas.

Pensar que nos vamos a morir de risa de estar vivos,
que nos vamos a agonizar con las palabras
hasta que la luz pregunte por nosotros.



COMENTARIOS


I

"Yo no soy más que un árbol que se alejó del bosque,
llamado por una voz de mar profunda."

Joan Vinyoli


Frente al mar que desempolva viejas crónicas de sal,
entre las ruinas un tanto polvorientas de las ciudades,
un bosque silencioso vaga sin ruta y sin objeto.
Qué mudos pasos trae, doliente y fiel peregrino.
Por el mar quiebra albores, enciende su guardia.

¿Quién no ha oído nunca este cuento del bosque que anda
frente al mar, y se va alejando, siempre alejando,
y al principio se aterra y hace intento de huir
como huye la destemplanza de un niño sin juguetes
por el desierto circular de un país en guerra,
y luego advierte que ha retornado al origen,
a la luz de una oleada de pájaros migratorios
que son de él la memoria fiel, inderrocable,
como la memoria son del río las guijas?

¿Quién no ha visto cumplir sus días junto al mar
alguna vez, mientras el sueño tiende su emboscada?

Allá vá, va siendo, se asume a su estiaje,
no se detiene ya, está dispuesto el árbol
a rastrear, perplejo, esa huída del bosque
ante el paso de las horas que corren alegres
disolviendo sus azúcares, como queriendo
rescatar en un instante toda una vida perdida
en oir la voz del mar y su código de gaviotas.

Fiel al bosque y su correduría persiste,
porque ser fuerte es tomar las cosas de raíz
y la raíz para el bosque es el bosque mismo
que va lejos, más lejos, cada vez más lejos.

Así, hasta donde puede llegar (no importa adonde vaya)
yo soy el árbol fuerte, arraigado en los ojos del mar,
ese mar insistente que resuella a la distancia,
ese ardor angustioso, esa hoguera, esa lumbre
que derrama cráneos de pájaros sobre el horizonte
y me desnuda de amorosa hojarasca.

Mío es el sueño que se comba sobre sí mismo
y la sorpresa advirtiente, ya que nada es inútil
ahora que el clamor de mis navegaciones marcha sólo.


•••

Considero un árbol como un rumbo que se instala
abriendo su caudal sobre la senda.
Porque sólo un árbol define un paisaje
verde, luminoso, cercano, sonoro, lento,
entre cruces convenidos y ágiles
donde dar la fruta mejor o la sombra ancha.
¿Quién que es no recuerda el árbol
de sus tempranas opciones en contacto acertado
con esa enorme claridad que lo sostiene?
Porque el árbol, aunque no ande rondero
por la tierra, ¡cómo lucha por llegar a su estatura!
El árbol donde canta el pájaro porque sí
arrastrando en el pliegue de sus alas
todo el deber del bosque.

Pero aun si su efìmero armazón se delata
a merced del antojo incendiario
que primero le estuvo disponiendo,
o del temblor que sospecha ya el cercano otoño,
o, cómo no, de la tala enfurecida, árbol será
hasta que la raíz se libere en relámpago.



II


(Al leer "El lenguaje de los pájaros"
de Farid Uddin Attar)


Está muy bien que vea a través de las palabras
que se bienvienen al viento y a las inquietas estaciones.
Pero, las cosas, ¿son para ser dichas?
¿No sé que al decirlas con palabras difíciles de hallar,
la noche crece entre los labios,
y que cuando las hallo, las cosas
ya no retornan a mí de cada lejanía?

Está muy bien que vea a través de las palabras
que no transmiten el ajetreo del vivir,
pero de pronto cada palabra dictamina
obvios llamamientos, enhebra
los sonidos del mundo en nuevas acomodaciones,
y me hace volver a un lugar muchas veces,
donde las formas no arrastran oxidaciones,
a compartir toda permanencia o todo viaje,
a invocar la sal y el mercurio de los vientos
que mellan la llave de los pájaros
que se fugan o advienen sobre el exceso
de horizonte en busca de su rey,
para terminar sabiendo que no hay rey
sino reino y que todos ellos lo son.


III


"Te dicen: hay fuego en el bosque.
Vas hasta el fuego en el bosque y lo ves.
Tú eres el fuego en el bosque."

Raÿa, de Mahmudabad


Si nada arde con la luz de ayer,
si lo que veo es todo lo que encuentro,
¿quién rezonga el conjuro, hasta el albor,
de las palpitantes lentitudes del misterio?

Si bien está que se viva y que se muera,
¿quién ata largos cordajes de cordajes de alientos,
quién borra la noche del amor y del camino,
quién construye el polvo entre la luz y el cielo?

¿Quién me hizo venir de la fiesta del sol
que ultraja ciudades, templos,
e ir, con un acertijo de sombra en la sangre,
sobre la mínima altivez del hueso?

Si todo es un río que nunca acaba de pasar,
¿a dónde he de dirigirme, huérfano el gesto,
sin traer la segura llave que franquea
el paso oscuro de los días, sin fieros vientos
que hostiguen mi flor entre las ruinas,
sin resguardo con que sujetar lo abierto?

Si, aun respondiendo al desafío presuroso,
me ha de sorprender lo inmóvil sin remedio,
¿de qué me sirve poder revocar
mis palabras y escurrir señales e intentos
a través de todas las noches y de todos los fríos,
si las palabras son, en realidad, monedas de fuego?

Ocasiones me figuro que soy, de veras,
como un árbol que se escapa del incendio
en que arde todo sin quemarse,
porque, sin reducir mi vida a cánones adversos
con que celebrar la estación de las cosas perdidas,
me consta que voy a morir para vivir de nuevo.



NECESIDAD DE CUMBRE



Porque no hay injusto destino irremediable
voy y vengo con esta mano dura
que tiembla en la semilla y me posee,
reduciendo su forma a un trato con los pájaros,
y esta voz a tierra que gira y arde,
entre la montaña y la atmósfera.

Ya antes en todo tiempo esta mano temblorosa
había azotado al trigo, y esta voz,
siempre volteada como una moneda,
había sentido nostalgia por países lejanos.
¿He de escupir, ahora, la miga de mis dedos?
¿He de gastar mi voz mientras me adeuden
su reverso, el sitio donde se adivina
la longevidad del aire a ciertas horas del sol?

¡Que el mundo no sepa, tan frágil
de presagios, que lo invento con mi voz!
¡Que no sientan, las cosas,
agrupadas en anchas temperaturas,
que las defino con mis dedos!

¡No habite mis contornos el furor de los días
sino para alimentarme de un inmenso gozo,
de las montañas no abolidas!



CANTATA DE LOS AMANTES


I


Siendo resabio de la sangre que amanece
el corazón nos convoca a los acordes del día,
antes que colme la noche su ropaje suntuoso
de flores que se agostan y callan, carcomidas;
antes que el vino funesto en el borde amargo
de la mirada comience a insinuar su afán suicida.

Por una vez más, aunque nos ensombrezca
el hueso en flor de tortuosas alegrías;
aunque se libre el valor de mil olvidos
en ruleta de feroces caricias;
aunque, al bajar juntos las escaleras
que nos acercan, nos reúnen y nos fatigan,
algún dolor que fuimos extienda su aceite oscuro
sobre el mirador de la sangre o rosa removida,
por una vez más, crujen y se derrumban
los sentidos, sin que nos velen sus bellas mentiras.

¡Cómo nos regocijamos en un rumor cóncavo de llama,
cómo juntamos el polvo disperso de la muerte sabida
y reconciliamos, al tiempo que las estrellas
espolvorean su nieve dorada, nuestras cenizas!

Si tenemos en el hueco de nuestras manos juntas,
no el fulgor de la llave sobre cerradura enmohecida,
sino el futuro del sol que no ha de pasar para siempre
sobre este lugar tan abierto de tanta hora vacía,
¿quién vendrá, entonces, falso y ajeno, a cobrarnos
el adeudo inflexible de nuestra estancia vivida?


II


La noche vino por el aire de los pájaros.
La quise levantar y establecer entre mis huesos,
pero huyó despavorida abriéndome en el pecho
los seguros dientes que brotan de tus tactos.

Así está concebido que, al paso de los años,
abra a tu música –definitivo y cierto–
mis pausas de ocio, y que de los nudos abiertos
del amor salga la flecha errante de los astros.

Se funda así el lugar cada vez que nos levantamos
para sufrir la jornada entre el día y los sueños,
de donde, con el alma sola que nos queda, ya sin nervios,
queda lejos esa época en que fuimos tú y yo, sin ambos.

Desde todo, desde el centro en donde hemos llegado
nos consta que crece a nuestra medida el tiempo
porque con la mitad de una flor inventamos
el paraíso, y porque perdimos la gloria al perder el silencio.


III


No sé cómo llamarte para que me respondas.
Pasas con tu gran luz sin cuerpo en tanto cuerpo
como pronta abeja hacia el panal oculto,
como un río que transcurre para que siempre lo posean.

No sé cómo llamarte, con nombre de qué cosa,
hasta alcanzar, ya ruinosa la noche,
la altura de los astros que nos permanecen.

Alzo los ojos. Veo el cielo sin cielo de la ciudad,
donde cada uno con su soledad de pródigo,
en el envés oculto de la penuria,
contempla la imagen deseada de sí mismo.

Pero hoy que mis ojos recuerdan la importancia
de los pájaros, la forma en que siguiéndolos
el aire deja de ser un extremo de la tierra,
sigo sin saber cómo llamarte,
como a qué bosque escondido,
donde una vez y ahora coinciden,
donde el espacio último se ha quedado,
pleno, erguido, sobre ruinas circulares.
¿Quién sabe si no será una fantasía?

Ya no más me preguntes cómo pasa el tiempo.
Otro día al morir dejaré, sin sorpresas,
tu nombre en otro cuerpo mendigo de pasos
que conozca cómo lo que queda desaparece
y lo que fluye está ahora aquí mismo.



IV


Perseguidos del sol que arde el camino,
afrentamos los cuerpos cada día en los cuartos
más dudosos, para desplegar la ceniza memorable
que en el mundo son los que se aman.

Las grietas de los muebles se llenan de horas antiguas,
mas sólo aquel fuego que convoca al fuego no duerme.

De aquí, de este lugar gozado a mares
en donde nos vemos salir y entrar a la luz
como aire que a otro aire sube,
¿quién nos va a sacar?

Vamos, ven, vamos a entrar en nuestro lugar,
cumplirlo, antes de que llegue la noche
con su despoblación,
ahora que todos los sonidos han cesado.
¿No oyes que todos los sonidos han cesado?



INFORME PARA INADVERTIDOS

"Si mi tiempo me contradice,
lo dejo pasar tranquilamente.
Yo vengo de otro tiempo
y espero ir a otro."

Franz Grillparzer


Si mi tiempo me contradice
con su amarga canción, declaro
que, en misión de confines,
contra mil vientos aciagos,
vengo de todos los caminos del mundo
y de todos los fuegos explorados.

La luz fuera de quicios
conflagra mis murallas, en tanto
todo se me va dando inútil
y ajeno, muriendo de ordinario,
pues morir no puedo otro día
por más que los hacedores de calendarios
me acosen, afilando sus dientes
en mi pan tierno y ácimo.

¿Qué más puedo decir...?
Sólo me quedo, sólo y desmemoriado.
¿Qué puedo ya decirte si, venciendo mi sed,
ya quema tu vino en mi vaso?

No quiero hablar de la muerte,
porque para serte franco
no abandono el mundo por el mundo,
sino que vengo con tus pasos,
ya míos, de una presencia creciente
corriendo tras el hallazgo,
y no del polvo fugitivo u ocioso
ni del sol que enciende lo soñado.





(NOTA de Contraportada)

El poeta venezolano Juan Liscano dijo que “sus poemas no responden a la enfermedad del actualismo, de la inmediatez, de lo ´pop´y ´beat´. Su poesía de encierros líricos y llaves de nostalgia tiene rica sonoridad interior. Reacciona con un lenguaje imaginístico y metafórico contra el realismo de la cotidianeidad tan de moda por influencia de la poesía norteamericana, la cual ha perdido el misterio de la palabra poética trascendente y simbólica.”